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En efecto, su producto interno bruto (PIB) fue uno de los más altos del continente. Sus noches deslumbrantes, de música y champaña, estaban lideradas por el famoso Club Tropicana donde los millonarios norteamericanos hacían una alegre pausa al severo puritanismo en su país. Los más conocidos mafiosos tenían su cueva en La Habana. Y no cualquier cueva. Se trataba de los más lujosos hoteles. Corría el dinero a raudales. ¡Cómo no añorar esos tiempos gloriosos! Y sobre todo en comparación con los que vinieron después.
Pero atención: las estadísticas son muy engañosas. Umberto Eco lo demostró así: en un restaurante dos clientes piden cuatro porciones de pollo de las cuales uno de ellos comió tres. En la estadística aparece que cada uno comió dos porciones.
Es lo que pasa con el famoso producto interno bruto, ahora profusamente ventilado de los tiempos de la dictadura batista. Olvidémonos de Cuba por el momento y aterricemos en nuestro país. El año pasado –del actual todavía no hay datos– a cada paraguayo le tocó, según el PIB. 4.263 dólares anualmente. Así habrá sido. No tenemos por qué dudar de los datos oficiales. En el 2015, entonces, nos tocó como dos millones veinticinco mil guaraníes mensuales por cabeza. ¿Y qué hay de esas setecientas mil personas que viven en la pobreza extrema? Es decir, que no tienen nada que llevarse a la boca más que algunas veces, alguito, en la semana. Y ya no hablemos de su salud, educación, cultura, deporte.
Sin embargo, si hiciésemos un documental para promover el turismo, tendríamos un país más deslumbrante que La Habana de Batista. Asombrarían los edificios de la zona de Santa Teresa, las residencias en los barrios de moda, los shopping, los automóviles de 150.000, 200.000 dólares, los clubes exclusivos, en fin, todo ese lujo propio de los países ricos.
Si queremos presentar el país en su totalidad haríamos otro documental acerca del paisaje humano. Los barrios exclusivos ya no serían tales sino lugares donde la pobreza se amontona; de donde salen los niños a mendigar en horarios en que debían estar en la escuela; de donde salen las madres a rebuscarse en las basuras. No me voy a extender sobre un tema muy conocido. Baste decir que la educación y la salud son un lujo para pocos. En Cuba no existen tales problemas, según informan los organismos internacionales respectivos. Eso sí, en Cuba no se conoce el privilegio de vivir en libertad, la misma que nosotros tenemos para disentir, organizarnos en partidos políticos, difundir nuestras ideas, etc.
Leemos en El Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres (…) ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo”.
El pan es alimento, vivienda, salud, educación, cultura, deporte y demás necesidades de una vida digna. ¿Por qué, en la búsqueda de satisfacer lo esencial, debemos renunciar a la libertad? ¿No se puede llevar un bocado a la boca sin las manos encadenadas?
Por otro lado ¿para qué tanta libertad si no ha de servir para salvar a un enfermo pobre, a un niño desnutrido, a un agricultor sin tierra, a una familia sin hogar?
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