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Un texto que transita por las redes sociales, atribuido equivocadamente a la historiadora Diana Uribe, me ha sorprendido.
Atrapa las palabras y expresiones que hoy son lugar común en buena parte de nuestro mundo político y especialmente en el lenguaje oficial, para mostrar el engaño que encubren. Son como la lombriz que lleva el pez al anzuelo, dice el escrito. ¡Y ojo! El pez somos nosotros, los colombianos.
Detengámonos en la palabra “guerra”. El presidente Santos, sus ministros y devotos no cesan de afirmar que el acuerdo de paz con las FARC ha puesto fin a una guerra (o conflicto) que ensangrentó al país durante cincuenta años. Pues bien –aclara el mismo texto–, guerra se llama a un enfrentamiento militar entre dos Estados y guerra civil cuando la población de un país se divide por mitad en una confrontación armada, como ocurrió en Colombia con la guerra de los Mil Días. De modo que no puede calificarse de guerra la acción de un Estado democrático contra el terrorismo, como sucede en España con Eta y en Irlanda con el Ira.
Ahora bien, el uso de esta palabra en Colombia no es un simple desvarío semántico. Obedece a una condición impuesta por el asesor jurídico de las FARC, Enrique Santiago, para ser tratadas en pie de igualdad con el Estado como uno de los dos actores del conflicto armado.
Con esta imposición lograron que atentados, secuestros, crímenes atroces quedaran como actos propios de una guerra, sin castigo de cárcel.
Además de tener toda clase de beneficios políticos y prebendas, atropellando la Constitución, lograron crear una justicia a su medida, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), organizada por magistrados extranjeros de su mismo signo ideológico. No es extraño que los primeros en quedar libres, esperando un juicio y fallo favorable, sean sus más notorios terroristas, mientras que muchos militares que se jugaron la vida combatiéndolos permanecen en prisión.
Y otra realidad no menos grave: su poder, compartido con el Estado en la Comisión de Seguimiento y Verificación para la Implementación del Acuerdo Final, les permite obligar a empresarios agrícolas, vistos por ellos como latifundistas, a devolver al Estado sus tierras cuando sobrepasan la extensión de una Unidad Agrícola Familiar (UAF). ¿Qué porvenir le espera a la agroindustria?
Otra palabra idílica que no corresponde a la sombría realidad del país: la “paz”. Mientras conocidos personajes en el ámbito internacional, incluyendo a Trump, felicitan al presidente Santos por haberle devuelto la paz a Colombia, el país contempla cómo extensas regiones antes controladas por las FARC ahora se las disputan el ELN, el “clan del Golfo”, las “bacrim” y las disidencias de las FARC, asesinando policías y líderes sociales, reclutando menores, multiplicando extorsiones y amenazas y provocando nuevamente masivos desplazamientos de la población. Es lo que se vive en Guaviare, Nariño, Chocó, Cauca, el Catatumbo y otras regiones. Como en los tiempos de Pablo Escobar, renace el “plan pistola”. Y mientras esto ocurre, una Fuerza Pública desmoralizada se abstiene de actuar.
Del tramposo uso de las palabras se derivan expresiones como “enemigos de la paz” para señalar a los opositores del Gobierno.
En las elecciones del 2018, la aceptación de nuestra realidad favorecerá a quienes la ven, la exponen sin maquillajes, la analizan y proponen rotundas y necesarias soluciones.
Los sueños de izquierda, como el socialismo del siglo XXI, pertenecen al paraíso de las palabras, pero acaban derrumbándose y derrumbando al país, como lo está haciendo tristemente Maduro en Venezuela. Esperemos que en Colombia no sigan engañándonos las falsas palabras.
[©FIRMAS PRESS]
* Periodista y escritor colombiano. Colaborador habitual del diario EL TIEMPO de Bogotá.