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No se podrá comprender bien este título que ahora ponemos como cabecera del presente artículo, si no se parte de esa verdad fundamental de que el hombre es sujeto, principio y fin de todo encuentro y convivencia social. Pero como nuestra naturaleza es tan compleja y nuestro dinamismo humano es tan variado y múltiple, la convivencia en este mundo debe ceñirse con reglas y ordenaciones de diversa índole.
Por eso, es que hablamos todos y nos entendemos de alguna manera, cuando platicamos sobre el orden religioso o el orden moral, o el orden económico y otros espacios de actividad humana coordinada. Por su misma y mediata evidencia todos caemos en la cuenta de que estos espacios de vida común deben funcionar articuladamente, de la manera más racional y prudente para servir al hombre y llevarlo a plenitud existencial.
Y cuando los diversos factores o agentes de la sociedad se mueven de manera disoluta o en contrapunto y perversidad, nuestra pobre vida social se vuelve amarga, y deseamos volar lejos, por otros mundos de más propicios horizontes.
Es precisamente en estas situaciones, de pernicioso desajuste social, cuando la gente, frustrada e iracunda, echa toda la culpa a la política y a los políticos; y comienza a sentir ganas de violentas protestas callejeras, golpes de Estado y revoluciones.
Sin embargo, en filosofía solemos explicar que no basta tener razones para tener razón. Porque la política, es verdad, es muy amplia y poderosa; se ocupa de poner orden y providenciar el bien común de la manera más dilatada y comprensiva; bajo su mirada y diligencia se dispone todo lo pertinente a la mejor vida del pueblo. Por eso, desde muy antiguo a la política se la llama arquitectónica virtud; no porque deba hacer todo lo que el pueblo necesita, sino más bien ordenar y estimular para que toda la ciudadanía se eche a trabajar y a construir la patria soñada, en orden, tranquilidad y paz.
Resulta entonces, que el amor, el compromiso y gestión del bien común radican fundamentalmente en manos y responsabilidad del mismo pueblo; y la política es la soberana y arquitectónica energía que coordina y estimula y facilita las iniciativas creadoras con que la gente levanta su bienestar.
Los historiadores de las ideas políticas suelen señalar que el individualismo liberal, o leseferismo del siglo XIX, así como su dialéctico contraste, el socialismo colectivista, han deformado y han paralizado la auténtica política, convirtiéndola en un inoperante infantilismo paternalista.
Este entumecimiento de las energías populares y este descontento caprichoso de las masas son producto de la miserable castración cultural que llamamos hoy día declinación del humanismo cívico. La ciudadanía se vuelve perezosa y pedigüeña, carente de iniciativas y de líderes. Si un puente se está descomponiendo y apeligra el paso, esperamos que antes ocurra algún accidente desgraciado, para que unos pocos se conmuevan y remienden la situación, más o menos, vai vai; o culpamos al gobierno por inoperancia o abandono.
Siempre hay razones en pro o en contra para zafarse de estas observaciones. Pero lo que es real y allá en el fondo subyace es la rutina de dejar pasar y dejar hacer, dando la vuelta por otro camino o llorando al gobierno que venga en subsidio de nuestra inoperancia.
El bien común es responsabilidad y tarea de todos, gobernados y gobernantes, cada cual a su modo y de acuerdo con sus propias fuerzas.