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Estuve en Cuba pocos meses después de que hubiera sido fusilado el general Arnaldo Ochoa (13 de julio de 1989). En las paredes podía verse todavía, con facilidad, una pintata que consistía en un 8 montado sobre una “A”, vale decir: Ocho-A. En el juicio que se le siguió a este militar, quien acababa de regresar cubierto de gloria por su participación en la guerra de Angola y gozaba de una enorme popularidad entre la gente, se le acusó de una serie de delitos; incluso, de narcotráfico y haber traicionado a la Revolución, así con mayúsculas, pues en Cuba no se conoce otra. Se declaró culpable y admitió que era justo que lo fusilaran, pues no quería dañar aquel proyecto revolucionario.
Esta autoinculpación me recordó las descripciones que hacen de los juicios en la Unión Soviética en la era estalinista escritores como Arthur Koestler (“El cero y el infinito”) y Vasili Grossman (“Vida y destino”), en las que acusados inocentes reconocían todas las culpas necesarias, pues de este modo sus familiares no serían perseguidos después de su ejecución. Ochoa siguió el mismo camino.
Aquellos escritores existencialistas de los años 50 y 60 del siglo pasado decían que hasta que la muerte no pusiera la línea final a la vida de una persona, no era posible realizar la suma total de sus actos para sacar conclusiones. Ahora que se tiene ya la suma cerrada de la vida de Fidel Castro, es el momento de tratar de realizar los balances de lo que significó una larga, casi interminable, trayectoria dictatorial de su país.
Lo primero que plantean sus defensores es que acabó con el analfabetismo en la isla, que no hay un solo niño sin escolarizar, y que la medicina ha logrado avances notables, lo que asegura asistencia médica para todos los pobladores. Es decir: educación y salud. ¿Es posible agregar otros logros? Plantó cara al imperialismo norteamericano. No lo derrotó. No lo hirió. Ni siquiera lo lastimó. Pero le plantó cara. Y cuando se le quiso ir la mano con la crisis de los misiles nucleares (octubre de 1962), la situación se puso tan tensa que debió devolverlos rápidamente a Moscú.
Quiso convertir Cuba en un referente político, socialista e, incluso, cultural para el resto del mundo. Creó así la Casa de las Américas, que anualmente entregaba un premio literario que gozaba de mucho prestigio entre la intelectualidad de izquierda. Se premiaban, desde luego, las obras que respondían a una línea de “literatura comprometida”. Pero como decía Borges: “Hablar de literatura comprometida es como hablar de la geometría vegetariana”. Cuando el colapso de la Unión Soviética y el final del idilio económico, se tuvieron que hacer recortes y la cultura fue una de sus primeras víctimas.
Exportar la revolución no fue tampoco un plan exitoso. Fracasó en todas partes, sumergiéndose los regímenes apadrinados por La Habana en intolerables dictaduras y dinastías familiares. Dos casos recientes: Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, quien transformó la Constitución de su país para poder ser reelegido todas las veces que él lo desee; es decir, siempre.
Con la desaparición de Fidel, no hay nada que festejar ni nada que lamentar. Otros grandes dictadores como él, Hitler, Mussolini, Stalin, Mao Tse Tung, marcaron la historia del siglo XX, fueron enterrados los dos últimos en mausoleos ampulosos y grandilocuentes. Hoy, nadie sabe dónde se encuentran sus cuerpos. El primero de ellos, dice la leyenda popular, estaría enterrado en el Chaco paraguayo. Lo único cierto es que Fidel ha dejado atrás un país pobre, atrasado, que tendrá que realizar esfuerzos gigantescos –ojalá que incruentos– para entrar al mundo contemporáneo.
jesus.ruiznestosa@gmail.com