Navidad de flor de coco

Cada vez más las fiestas navideñas se alejan de su origen religioso. Me parece que así está bien porque se memora a la familia más célebre de la historia, reunida en un pesebre. Recordar a la familia, vivir con ella, tenerla, debe ser una fiesta con independencia de la religión que se profesa. ¿Que se volvió muy comercial? Muchas personas encuentran una inmensa alegría en salir de compras, gastar, endeudarse; es parte de la humana naturaleza.

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Siempre nos hablan de la importancia del ahorro. Nos dicen que es una virtud guardar para mañana lo que se tiene hoy para que no falte cuando lo necesitemos. ¿Y si ese mañana se borra de nuestra vida? La misma Biblia nos enseña que no debemos afanarnos en exceso para llenarnos de cosas, tal vez innecesarias. Mateo pone en boca de Jesús: “...Miren cómo crecen las flores del campo, y no trabajan ni tejen. Pero yo les digo que ni Salomón, con todo su lujo, se pudo vestir como una de ellas. Y si Dios viste así el pasto del campo, que hoy brota y mañana se echa al fuego, ¿no hará mucho más por ustedes? ¡Qué poca fe tienen!”.

Según entiendo, o creo entender, el pasto del campo es nuestro presente que mañana será ceniza. O sea, el pasado, lo vivido, lo que ya no es, la juventud que se ha ido “para no volver”, como dijo el gran Rubén Darío.

Alguien regresó a su juventud pero a cambio de vender su alma al diablo. Fue el doctor Fausto, la leyenda inmortalizada por Goethe. Toda su vida estuvo dedicada al estudio, a la investigación, a la ciencia. En su ancianidad, se percató, con espanto, que no había conocido la alegría despreocupada de vivir, de amar, de entregarse al deleite de la pasión. Y por un instante de juventud –la juventud es solo un instante– firmó con el diablo el terrible y al mismo tiempo celestial contrato.

Con todas las transformaciones impuestas por el tiempo, la nuestra sigue siendo la Navidad de flor de coco, esa tan bien contada por la sensibilidad y el talento de la querida Mercedes Jané. La flor de coco huele a diciembre, a guarania, a guitarra, a pesebre, a sandía, a un niño de barro con las manos alzadas hacia las estrellas.

Me gustan las fiestas navideñas –que comienzan mucho antes que la Navidad– por lo familiar, por lo divertido, por su animación. Naturalmente, como todo lo humano, tiene su contrario: La soledad, la añoranza, el dolor en la recordación de tiempos mejores, de entrañables compañías que se han ido, seres muy queridos que ya no están pero que, al mismo tiempo, viven en el corazón, en las lágrimas, en los suspiros, en las ganas de abrazarlos fuerte, muy fuerte como para que no vuelvan a irse jamás.

Me parezco al marqués de Bradomin, celebrado personaje del escritor español Ramón del Valle Inclán: “feo, católico y sentimental”. Creo que es otro de los efectos de estas fiestas: ponernos también sentimentales, dejarnos llevar por el camino de regreso hacia la infancia, la juventud, los momentos felices; la alegría compartida, el temblor de una espera, la llegada repentina de alguien que habremos de recordar siempre. Sentimental, sí, cuando los años vividos son muchos más de los que quedan por vivir, que ya son pocos; y mientras tanto, hacer lo posible de no caer en la humana tentación de vender el alma al diablo por una vida prestada, igualmente fugaz. Ese trueque continúa, pero por cosas mucho más ordinarias, lejos de parecerse a los encantos, el vigor, la belleza de la juventud.

La Navidad nos hace también optimistas, o debería hacernos: creer, por ejemplo, que el despertar ciudadano que hemos vivido este año continuará su ascenso, su vigor, su rechazo a la corrupción que nos relega a un país donde viven los reyes magos del dinero malhabido. Al mismo tiempo, se multiplican los establos donde nacen los niños sin más futuro que la miseria, este nuevo Herodes que mata en sus raíces la esperanza de la patria.

En fin, feliz Navidad.

alcibiades@abc.com.py

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