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Increíblemente, aún existen personas –más inconcebible todavía por el hecho de ser gente ilustrada y con convicciones democráticas– empeñadas en evitar que esas conversaciones se sustancien. ¿Cómo pretenderán, entonces, que las divergencias sean superadas, que los puntos de encuentro se sobrepongan a la discrepancia y a la discordia?
En nuestro medio, por ejemplo, hay individuos que sufren poco menos que parálisis facial cada vez que se pronuncian los nombres de Dilma Rousseff, José Mujica, Cristina Fernández o Nicolás Maduro. Los odian, los conciben culpables de todos los males que nos aquejan y responsables del crimen de lesa patria. Desearían ver sus cabezas colgando de una pica en la plaza de la República.
En un punto coincido con ellos: estos presidentes actuaron con arbitrariedad e injusticia al suspender al Paraguay del Mercosur, por un lado, y al violentar toda la normativa comunitaria para hacer ingresar a Venezuela al bloque de integración regional por una vía ilegítima, por otro.
Pero también es preciso recordar que con esa misma parcialidad actuaron todos los demás presidentes de América del Sur cuando se nos suspendió de la Unasur. Eso incluye, igualmente, a mandatarios conservadores o moderados, como Juan Manuel Santos, Sebastián Piñera o el ignoto presidente surinamés, Dési Bouterse. Por lo tanto, la cuestión no se circunscribe única y exclusivamente a un problema de índole ideológico.
Paraguay es socio fundador de ambos bloques. Un importantísimo volumen de sus exportaciones va a los países de la región; su situación geográfica, histórica, social y cultural lo ubica necesariamente en una relación de interdependencia con sus principales vecinos. La suma de los intereses compartidos, como se ve, es de una enorme relevancia.
¿Qué cabe entonces? Hablar. Sentarse en una mesa y conversar. Expresar las diferencias, aunque más no sea con un objetivo netamente testimonial, para decirles que esta integración ya no sirve. El diálogo es precisamente eso: discusión o trato en busca de avenencia. Interlocución en pos de la armonía y el equilibrio.
No hay que temerle al diálogo. A lo que se le debe temer es a la permanencia del conflicto. Recuerdo unas palabras sabias que pronunció el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, en marzo de 2008, cuando el Gobierno colombiano había bombardeado un campamento de las FARC en territorio del Ecuador, acabando con la vida de uno de los líderes históricos de la guerrilla.
Los dos países llegaron a un situación de gran tensión. Insulza manifestó su inquietud en una sesión del Consejo Permanente de la siguiente manera: “Por eso, la preocupación nuestra por este conflicto. Por eso, la preocupación nuestra por los lenguajes, por los encuentros, por los movimientos de tropas, por las palabras, que a veces dieran la impresión de que estuviéramos al borde de una conflagración. Pero, finalmente, nosotros no vamos a pagar la cuenta de esas palabras, ni vamos a pagar la cuenta de esos conflictos. La cuenta la van a pagar muchos seres humanos que viven en esas regiones y que tienen que convivir entre sí”. Esa es la verdad de las cosas.
Un nuevo gobierno asumirá sus funciones el 15 de agosto próximo. Esa administración tendrá la potestad de hablar de las diferencias que mantenemos con nuestros principales vecinos y encontrar, junto con ellos, las soluciones que nos permitan encauzar nuestro relacionamiento regional. No obstaculicemos la compleja tarea que ha de encarar. No seamos más papistas que el Papa. No actuemos como talibanes. Permitamos que el diálogo fluya.