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Son dos líderes diametralmente diferentes en el aspecto formal, pero impregnados de un mismo sentimiento común de cambiar la sociedad dentro de la democracia y la libertad. Mujica puede ser considerado como un romántico del siglo pasado, un verdadero idealista a carta cabal destinado a deslumbrar a sus interlocutores con consejos humanistas, a pesar de sus fuerzas físicas menguadas, dispuesto siempre a denunciar las injusticias sociales, con una de las pocas armas a que apelan los caudillos populistas: una frondosa imaginación creativa, sorprendente, extravagante, exótica y un asombroso sentido común.
Sin embargo, su “verdad” está limitada a un agnosticismo secular que no se proyecta más allá de las formas visibles, centrando su atención solamente en los procesos biológicos de la materialidad. Mujica representó el papel de un predicador laico que quiso bajar el paraíso del cielo a la Tierra, coincidiendo en este aspecto con Carlos Marx que creía que al término del proceso dialéctico de tesis y antítesis podría emerger un paraíso social de uniformada igualdad, sin contradicciones de ninguna laya, una utopía que fue totalmente desmentida en la dimensión de la realidad. El estilo político de Mujica siempre fue directo, bien alejado de las sospechas y de las especulaciones fraudulentas del peculado y de las manipulaciones monetarias y financieras. Su denominador común fue la frugalidad en todas las circunstancias en que le cupo actuar y un virtuosismo que los propios humanistas griegos y romanos podrían envidar.
En contrapartida, tenemos la personalidad de Lula vuelto en los últimos tiempos a los desplantes arrogantes, rudos y jactanciosos, seudo-mesiánicos, con un sentido visceral de la realidad, asumiendo hoy el papel de redentor de la presidenta Dilma Rousseff al afirmar que “tengo las espaldas fuertes para que la dejen a Dilma en paz”, dando a entender que él está dispuesto a recibir los latigazos que corresponden a la Presidenta. Por otra parte, desplegó un alarde de jactancia injustificada cuando dijo que “si juntásemos a todos los presidentes del país antes de mí, podríamos percibir que ellos no hicieron ni el 10% de las reuniones que nosotros hicimos, con referencia a las negociaciones para sacar adelante a los movimientos sociales más marginados del país”.
Mujica por su parte exhibió un sincericidio incalificable cuando afirmó que la democracia es la “mejor porquería que encontramos” reconociendo que los partidos políticos son necesarios para que la misma exista, aunque recalcó “que los partidos también enferman” por la corrupción que se genera en ellos. Estos pierden sus ideales y ya no se insertan en la conciencia política y social del pueblo, cuando las doctrinas ya no dinamizan los valores y principios cardinales de la democracia en su concepción original. Así las ideologías ya no constituyen el elemento motivador y clarificador, convirtiendo sus consignas en letra muerta. Esta reflexión de Mujica sobre los partidos políticos tuvo que haber impactado fuertemente en el espíritu de Lula. El Partido de los Trabajadores (PT) está pasando por los momentos más críticos de la historia política de Brasil por el “affaire de Petrobras” que ha sido diseñado entre otras cosas para financiar la campaña electoral del año 2010.
Lula vuelve a la palestra política sumamente desgastado. Según varias encuestas, si las elecciones del 2018 fueran hoy Lula perdería por un margen de 19 puntos contra Neves. Hay que ver también hasta dónde la falta de popularidad de Dilma podría empañar la imagen de Lula, en los tramos que faltan para la compulsa electoral.
Mujica salió limpio y airoso de toda sospecha de corrupción y de tráfico de influencias. Desgraciadamente no se puede decir lo mismo de Lula. Realmente son dos estilos y dos destinos diferentes.