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"El hombre a nuestros pies se moría -dice el personaje que tiene a su cargo el relato de la historia-. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano antes que falleciera. Tápenme la cara, dijo despacio, cuando no pudo más. Solo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo sin queja..." (Jorge Luis Borges, "Obras completas", Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, p. 333).
Aquí Borges describe la vida de un "orillero", uno de esos compadritos que vagaban por los andurriales de Buenos Aires allá por el 900, con el cuchillo metido abajo de la faja, dispuestos a jugarse la vida nada más que por lograr mejores tantos que algún rival suyo. Ese hombre, en este caso un personaje conocido simplemente como el Corralero, en el momento de morir ante la mirada atenta de los clientes de un prostíbulo, pide que se le tape la cara porque quiere proteger el último y más grande acto de intimidad al que tiene derecho un ser humano: la intimidad de su propia muerte. Alguien le tapó la cara con un chambergo (tipo de sombrero), abajo del cual se murió sin queja.
Desde que se produjo la tragedia del Ycuá Bolaños muchos nos hemos detenido a pensar en dónde comienzan y terminan aquellos límites de la ética profesional que nos permite, o no, la publicación de ciertas imágenes aterradoras: cuerpos mutilados, cuerpos carbonizados, cuerpos en posiciones grotescas que adquirieron a causa del fuego. En este momento no se me ocurre pensar si tales imágenes resultan o no ofensivas para los ojos de los consumidores, ni mucho menos si son o no de buen gusto. Solo se me ocurre pensar que estamos violando el derecho sagrado -no en el sentido religioso, sino en el más profundo y humano- que todos tenemos a nuestra privacidad. Y nada hay más privado, nada hay más íntimo en la vida que el momento en que nos tenemos que enfrentar, solos, con nuestra propia muerte. Por más que estemos rodeados de decenas de personas, el paso de la frontera lo hacemos en completa soledad.
De manera secundaria se da también el respeto a los familiares de quienes han muerto de manera tan trágica. Ellos tienen el derecho a guardar la mejor imagen posible de ese hijo, esa madre, ese padre, convertidos para siempre en seres humanos, no en un grotesco muñeco de carbón, perdidos todos sus rasgos de humanidad.
Estamos no ante un problema de libertad de prensa o de censura previa, ni siquiera estamos ante un cercenamiento de la libre expresión. Estamos frente a un problema de respeto a los seres humanos y a la violación de su derecho a la intimidad en el momento final de su vida. Y debido al efecto multiplicador de la televisión y de la fotografía, no hemos permitido que centenares de seres humanos hayan tenido el privilegio de ese cuchillero de un prostíbulo de una esquina rosada, que alguien le haya puesto un sombrero sobre la cara para que nadie pudiera curiosear el momento en que entregaba su alma a ese mundo desconocido de la muerte.
Aquí Borges describe la vida de un "orillero", uno de esos compadritos que vagaban por los andurriales de Buenos Aires allá por el 900, con el cuchillo metido abajo de la faja, dispuestos a jugarse la vida nada más que por lograr mejores tantos que algún rival suyo. Ese hombre, en este caso un personaje conocido simplemente como el Corralero, en el momento de morir ante la mirada atenta de los clientes de un prostíbulo, pide que se le tape la cara porque quiere proteger el último y más grande acto de intimidad al que tiene derecho un ser humano: la intimidad de su propia muerte. Alguien le tapó la cara con un chambergo (tipo de sombrero), abajo del cual se murió sin queja.
Desde que se produjo la tragedia del Ycuá Bolaños muchos nos hemos detenido a pensar en dónde comienzan y terminan aquellos límites de la ética profesional que nos permite, o no, la publicación de ciertas imágenes aterradoras: cuerpos mutilados, cuerpos carbonizados, cuerpos en posiciones grotescas que adquirieron a causa del fuego. En este momento no se me ocurre pensar si tales imágenes resultan o no ofensivas para los ojos de los consumidores, ni mucho menos si son o no de buen gusto. Solo se me ocurre pensar que estamos violando el derecho sagrado -no en el sentido religioso, sino en el más profundo y humano- que todos tenemos a nuestra privacidad. Y nada hay más privado, nada hay más íntimo en la vida que el momento en que nos tenemos que enfrentar, solos, con nuestra propia muerte. Por más que estemos rodeados de decenas de personas, el paso de la frontera lo hacemos en completa soledad.
De manera secundaria se da también el respeto a los familiares de quienes han muerto de manera tan trágica. Ellos tienen el derecho a guardar la mejor imagen posible de ese hijo, esa madre, ese padre, convertidos para siempre en seres humanos, no en un grotesco muñeco de carbón, perdidos todos sus rasgos de humanidad.
Estamos no ante un problema de libertad de prensa o de censura previa, ni siquiera estamos ante un cercenamiento de la libre expresión. Estamos frente a un problema de respeto a los seres humanos y a la violación de su derecho a la intimidad en el momento final de su vida. Y debido al efecto multiplicador de la televisión y de la fotografía, no hemos permitido que centenares de seres humanos hayan tenido el privilegio de ese cuchillero de un prostíbulo de una esquina rosada, que alguien le haya puesto un sombrero sobre la cara para que nadie pudiera curiosear el momento en que entregaba su alma a ese mundo desconocido de la muerte.