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En verdad, toda la historia de la humanidad es un relato casi siempre doloroso de las acciones insensatas del hombre. Por ambiciones personales de los poderosos, por prejuicios raciales, por diferencias ideológicas, por avidez económica o por discrepancias religiosas, los pueblos no solo han sembrado de sangre y muerte su peregrinar terrenal. También han ido destruyendo su hábitat natural: la tierra, el mar, los ríos, los bosques, hasta las entrañas de suelos y montañas ricos en minerales.
En la tierra sin mal de nuestros ancestros guaraníes, nos hemos encargado de contaminar seriamente nuestros lagos y arroyos, hemos desviado cursos de ríos y hemos talado millones de árboles, sea para uso agrícola y ganadero o tan solo para vender madera o negociar carbón. Desde hace algunos años, tenemos una buena ley de “deforestación cero”, pero, como casi siempre en materia de leyes, una cosa es lo escrito en el papel y otra muy distinta la realidad.
Existe muy poca conciencia de nuestra gente en cuanto a la importancia de preservar el hábitat natural de la flora y la fauna y de las repercusiones que la alteración del medio ambiente provoca en la vida diaria de las personas. Cuando desaparecen especies de animales y plantas al talar los bosques, se producen cambios climáticos como el calentamiento global del planeta, el incremento de la intensidad de las sequías y de las lluvias, la aparición de nuevas enfermedades, la migración obligada de los pueblos aborígenes, etc.
Hacer un recuento de las deforestaciones salvajes sería una larga historia. ¡Cuántos miles y miles de hectáreas de bosques de territorios indígenas, de reservas naturales en el Chaco y en la Región Oriental hoy solo existen en la cultura oral de los pueblos originarios o en algunas fotos satelitales de hace varias décadas! Desaparecieron, los frondosos bosques ya no están ahí, no por arte de magia, sino por la ambición monetaria desmedida del ser humano.
El representante de una ONG emitirá un comunicado de protesta, el ministro de la SEAM hará una declaración oficial, un fiscal del medioambiente imputará a alguien, un juez abrirá un expediente, un abogado defenderá los derechos del presunto depredador, algún eco se publicará en los medios de comunicación, pero nada hará resucitar los árboles tumbados por la codicia humana.
Una parte de la reserva nacional del bosque Mbaracayú descansa en paz. Sus árboles murieron de pie; nosotros, conscientes o no, seguimos viviendo de rodillas ante los criminales de nuestro ecosistema.