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Quiero contar una anécdota que, en el fondo, es muy descriptiva de dicha actitud. Sucedió hace muchos años (tengo la edad suficiente para olvidar las fechas), cuando se organizó una semana dedicada a la novela. Participaron en el encuentro Augusto Roa Bastos, Gabriel Casaccia, Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards y Rubén Bareiro Saguier. Lo que se dice un equipo de primera especial. Los encuentros de los escritores con el público se realizaron en el auditorio de radio Cáritas sobre la calle Herrera entre Iturbe y Caballero, frente a la actual iglesia de San Francisco, que, posiblemente, desaparecerá cuando pase entre sus torres y campanarios el malhadado metrobús.
Para entonces ya se habían publicado las tres primeras novelas de Casaccia, pero seguía flotando en el aire el eco de la primera de ellas, “La babosa” (1952), en la que desnudaba de manera muy crítica a la burguesía local. No se le perdonaba que él, proveniente de una familia de abolengo, fuera quien criticara a su propia clase social. En una de esas reuniones, una señora del auditorio, con su collar de perlas y su anillo de brillantes, pidió la palabra y preguntó: “Señor Casaccia, yo no he leído su novela [refiriéndose a “La babosa“] ni pienso leerla. ¿Por qué tiene que utilizar tantas palabrotas en sus obras?”. Y Casaccia respondió con aquella voz ligeramente nasal que tenía: “Es muy simple, señora. Si usted va caminando por la calle y se le cae una maceta en la cabeza, no levanta los ojos y exclama: ‘¡Oh terribles hados del poderoso cielo que me castigáis de manera tan severa como injusta!’. Usted mira hacia arriba y levantando un puño grita: ‘¿¡Quién es el hijo de puta que dejó caer la maceta!?’ y quizá alguna cosa más”.
A varias décadas de distancia de aquel episodio, tanto la obra de Casaccia como la señora tan bien alhajada siguen teniendo plena vigencia en nuestro país: el creador y su obra, y el espectador que se cree con todo el derecho de dar su opinión sin necesidad de conocer la obra a la que se refiere.
De acuerdo a esta ancestral costumbre, se ha venido haciendo y escribiendo la historia de la cultura de nuestro país. No con base en un conocimiento directo de los hechos, sino a través de lo que alguien le dijo que sabía con certeza porque se lo había escuchado decir al primo del novio de una sobrina que en algún momento dado asistió a una conferencia de un profesor que no recordaba bien si había tenido como alumno o no al autor en el segundo curso de la media. Y sobre base de todos estos conocimientos se otorgan títulos de licenciado, máster, doctor, como varios de nuestros senadores y diputados.
Lo único que me extraña es que la historia de nuestra cultura sea poco atractiva, ya que si bien ella no se escribe con base en hechos concretos sino de acuerdo a lo que imaginamos, pues podríamos ser más imaginativos y escribir historias más apasionantes y entretenidas.