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Mientras charlaba, mansamente se abanicaba con su pantalla de piri. Sonreía y se soplaba. Dialogaba, y de tanto en tanto bebía sorbitos de una refrescante limonada.
A esa estampa recuerdan levemente los pocos que hoy, como en aquel entonces, salen de tardecita para sentarse en su vereda, a veces, mientras sus chicos corretean y juegan.
En muchas ocasiones, de niña, acompañé a mi abuela Pastora durante ese inocente y fresco entretenimiento. Ella me mostraba cómo apantallarme, y luego yo lo intentaba. Nos prestábamos de a ratos la pantalla, y también cada tanto disfrutábamos de la limonada.
La jarra “sudaba” frescas gotitas, contenía abundante jugo natural –de limones recién exprimidos–, y trozos de hielo que tintineaban al moverse de un lado a otro. Con mucha imaginación –quizá demasiada–, hoy, cerrando los ojos, hasta podría zambullirme dentro del refresco, y nadar para huir del sofocante calor, que a veces hasta logra que sintamos al aire como unas oleadas de fuego.
¿Son los calores de ayer apenas similares a los de hoy? Creo que no coinciden de ninguna forma.
Hace como una semana, sentados, no en la vereda, sino en el comedor, con solo una ventana entreabierta, para permitir el paso de una leve brisa, y al menos ilusionarnos que no entraría ningún mosquito, nos encontrábamos con mi hijo en casi igual postura, aunque no tan cómoda, hervidos ya por el angustioso calor, sumado a la rabia de que –una vez más– se haya cortado la energía eléctrica.
La razón, esta vez, esgrimida por la Administración Nacional de Electricidad –ANDE–, era el cambio de cables pelados a recubiertos (esta vez no era la explosión del transformador de la zona X, o el amago de lluvia con tres gotas locas, o... ).
El horario previamente pautado y anunciado fue de 7:00 a 18:00, pero se concretó desde las 8:45 aproximadamente, hasta las 19:25 más o menos.
Para tener una noción de cuál sería el futuro de esa tarde, llamé al 160, y la explicación del otro lado del teléfono fue esta: que los trabajos concluirían a las 18:00 –pese a que me comuniqué con la operadora bien pasado ese tiempo, y que –además– “era el primer reclamo recibido al respecto”.
Con los humores ya exacerbados debido a las sobrefacturaciones, más los múltiples cortes –hasta podría decirse inexplicables–, nos sentíamos en los prolegómenos de un ensayo hacia el infierno. Solo nos calmaba levemente esa pantalla que un día apareció en la casa –no recordamos cómo– y que ayudaba a darnos tenues hálitos de sosiego. La heladera, mientras tanto, “bien, gracias”, y el olorcito a carne en estado de descomposición era inevitable, luego de tantas horas sin refrigeración. ¿El resto de los alimentos? Pues estaban en un “sálvese quien pueda”.
Y no es un incordio individual, sino nacional. ¿Alguna reacción ciudadana por ahí, además de tímidos plagueos?
Mientras tanto, a causa del horroroso servicio de la ANDE, cada vez que me apantallaba, y recordando a la abuela Pastora, meditaba que esta obligada vuelta de las pantallas era hermosa para rememorar la infancia, pero nada útil para apagar los calores, que en nada se parecen a los de esas épocas, ni en tiempo y mucho menos en años.
cmedina@abc.com.py