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La revolución rusa fue uno de los momentos estelares del siglo XX. Muchos intelectuales y grandes masas de trabajadores se llenaron de ilusiones. Se hizo invocando las ideas de Karl Marx, en lo que parecía ser la primera vez en la historia que la racionalidad y la ciencia orientarían las labores del gobierno.
Supuestamente, el pensador alemán había descubierto las leyes que explican el curso de la sociedad por medio del materialismo dialéctico.
Se había percatado de la funesta división en clases que se adversaban para hacer avanzar la historia por medio de encontronazos.
Denunció, indignado, la forma de explotación empleada por los dueños de los medios de producción a los proletarios, a quienes les extraían cruelmente la plusvalía. Al mismo tiempo, señaló la inevitabilidad del triunfo de los trabajadores en lo que sería el final de una etapa histórica nefasta y el comienzo de la era gloriosa del socialismo en el trayecto hacia el comunismo definitivo.
Era la época de las certezas científicas. Darwin había explicado el origen evolutivo de las especies. Mucho antes, Isaac Newton había contado como se movían los planetas y formulado la Ley de Gravitación Universal. Dios había dejado de ser necesario para entender la existencia de la vida. Todavía no habían comparecido la física cuántica ni el Principio de Indeterminación de Werner Heisenberg. Cada hecho tenía su causa y su antecedente. Marx, simplemente, había extendido esa atmósfera al campo de las Ciencias Sociales.
Con el objeto de consumar el grandioso proyecto de transformar la realidad, Lenin asumió con dureza la necesidad de establecer una dictadura para el proletariado, dirigida por la cúpula del partido comunista, como fase inicial del camino hacia una sociedad sin clases, feliz y solidaria, como prometía Marx al final del proceso revolucionario. Una sociedad, en la que no serían necesarios ni los jueces ni las leyes, porque las conductas delictivas eran producto del sistema de las relaciones de propiedad capitalista de la malvada era prerevolucionaria.
Sin embargo, el experimento comunista se saldó con millones de muertos, prisioneros, torturados y exiliados, en medio de un indiscutible atraso material relativo evidenciado en casos como las dos Alemania y las dos Corea. Sencillamente, los sueños se frustraron en un sinfín de fracasos y violencias, mientras las ilusiones se transformaron en un cinismo petrificado por el doble lenguaje que obligaba a esconder todos los horrores y errores en nombre de la sacrosanta revolución.
La planificación centralizada por el Estado resultó ser infinitamente menos productiva que el crecimiento espontáneo generado por el mercado y los precios libres, como había advertido que ocurriría Ludwig von Mises en sus ensayos publicados, precisamente, en los primeros años de la revolución bolchevique, acaso con el objetivo de señalarle a Lenin cuál sería el obstáculo insalvable de su vistosa (y sangrienta) revolución.
Finalmente, a principios de los años noventa del siglo XX, el experimento comunista implosionó, se deshizo la Unión Soviética, los satélites europeos rectificaron el rumbo, retomaron el curso democrático, privatizaron las empresas del Estado, optaron por el mercado y se encaminaron, cada uno a su ritmo, por la senda trazada por la Unión Europea.
En todos los casos la puerta electoral quedó abierta para el regreso de los comunistas al poder por la vía democrática, pero, hasta ahora, ningún país ha incurrido en ese loco retroceso, aunque hay en ellos un pequeño porcentaje de comunistas irredentos, casi todos ancianos, que sienten cierta nostalgia por un pasado en el que ellos fueron relevantes a costa de los sufrimientos indecibles de la mayoría.
¿Por qué todo salió tan mal? Seguramente, porque el punto de partida era erróneo: los seres humanos estaban dotados de una cierta naturaleza que no encajaba con el pobre esquema marxista. Eso explica que las revoluciones comunistas hayan fracasado en todas las latitudes (norte, sur, trópico) en todas las culturas (germánicas, latinas, asiáticas) y bajo todo tipo de líderes (Lenin, Mao, Castro). Es una regla que no admite excepciones. Siempre sale mal. Hace 100 años comenzó esa tragedia.
[©FIRMAS PRESS]
*Periodista y escritor. Su último libro es la novela Tiempo de Canallas