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A partir de entonces, se ha notado una paulatina disminución del militarismo en el país. Si bien los tradicionales golpes de Estado militares parecen superados, las fuerzas armadas mantienen (efectiva o potencialmente) un destacado lugar en la resolución de los conflictos políticos internos. Aunque las relaciones cívico-militares han cambiado como consecuencia de las reformas políticas, la relación entre gobiernos y fuerzas armadas dista todavía del modelo ideal de supremacía civil. Las reformas institucionales pendientes, la inconclusa recomposición del poder civil y la existencia de prerrogativas militares no desmanteladas, admiten todavía formas diversas de poder militar que debilitan los incipientes controles democráticos y convierten en limitadas las capacidades estatales para conducir la defensa nacional. Los militares se adaptaron a la democracia de modo corporativo, aunque preservando sus privilegios institucionales. En nuestro país, los militares son todavía actores relevantes del proceso político e institucional.
A menos que las Fuerzas Armadas estén bajo pleno control de las autoridades electas, difícilmente las instituciones políticas democráticas lograrán consolidarse. Por eso, si las autoridades electas han de ejercer y mantener un control efectivo sobre las fuerzas armadas, entonces sus miembros (en particular los oficiales) deben someterse a ellas, bajo el imperio de la ley. Y su sometimiento debe estar tan profundamente arraigado que no pueda desprenderse en circunstancia alguna. Sin ese sometimiento, las perspectivas de la democracia son y serán sombrías.
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