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Campesinos que invadieron una propiedad rural exigen a los dueños que traigan los títulos y demuestren la validez de los documentos. Muchos padres no recriminan a sus hijos por tener notas bajas en el colegio y descargan su decepción contra los docentes. Estos son algunos casos que hacen visible una sociedad enferma por una profunda crisis del concepto de autoridad.
Es comprensible cierta resistencia al principio de autoridad debido a los abusos cometidos por los gobernantes en la dictadura stronista. Durante demasiado tiempo, la autoridad era sinónimo de prepotencia, injusticia, represión y violación de los derechos humanos. También en el hogar, la autoridad paterna a veces se ejercía con excesivo rigor y una imposición verticalista que no admitía discusiones.
Sin embargo, por la ley del péndulo, de un extremo fuimos a la otra punta. La autoridad no es ejercida ni respetada en el hogar, en el colegio, en las instituciones sociales y en los organismos públicos.
En los centros educativos, existe la preocupante tendencia de que los docentes no deben aplazar a los alumnos porque, si hay muchos aplazados, eso significaría que la institución está fallando, no cumplió sus metas. Además, muchos docentes no se atreven a aplicar sanciones a los alumnos porque temen que los padres vengan a crear problemas o inicien querellas judiciales.
Antes, si un estudiante tenía malas notas, los padres tomaban medidas con sus hijos; los “corregían”. Ahora, automáticamente se atribuye la culpa al colegio y a los maestros.
El respeto a las personas mayores, a los tíos y abuelos va quedando en el olvido. Por la velocidad de los cambios en las tecnologías, en los usos y costumbres, las nuevas generaciones van adquiriendo pautas de conducta que priorizan la satisfacción de las apetencias personales, de los gustos propios, en desmedro de las relaciones con los demás, del debido respeto a quienes los precedieron en el trajinar por este valle de sueños y lágrimas.
Quienes ejercen alguna autoridad pública no están en mejor situación. Por los reiterados y generalizados casos de corrupción en la administración pública, el ciudadano común no siente mucho respeto ni admiración hacia los gobernantes y miembros de las fuerzas policiales o castrenses. Un ministro, un senador, un director general de ente público no despiertan confianza ni credibilidad en la gente corriente. Aunque no se conozca a la persona, más de uno dirá entre dientes: “Quién sabe en qué curro andará este”.
Estas actitudes y percepciones negativas constituyen un problema importante en nuestra convivencia cívica comunitaria. Nuevos valores sociales y éticas personales van emergiendo y sustituyendo a los anteriores en períodos cada vez más cortos. Al “viejazo” solo le resta el plagueo. A los jóvenes les queda la enorme tarea de reconstruir una nación en pedazos. Tal vez ellos verán esa nueva sociedad. Los que ya pasamos el medio siglo, ya no estaremos aquí para verla.
Ilde@abc.com.py