La adoración a Dios

Mt 2,1- 12.- Estamos en tiempo de Navidad o, más precisamente, del misterio de la Encarnación del Verbo de Dios, que está compuesto por el anuncio del arcángel a María (25 de marzo); el nacimiento de Jesús (25 de diciembre) y la manifestación de su salvación a todas las criaturas del mundo, que es la solemnidad de hoy, la Epifanía del Señor.

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Los Reyes Magos, después de ver una sugestiva estrella en Oriente, supieron discernir que algo muy notable pasaba y no se dejaron estar pasivamente, sino que fueron al encuentro de este evento, pues alguna cosa diferente les hablaba en el corazón. Llegaron a Jerusalén e hicieron una extraña pregunta: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?”.

Se les indicó que fueran a Belén, a unos diez kilómetros de la capital. Llegando ahí “encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje”.

Nos enseña el Catecismo: “Adorar a Dios es reconocer, en el respeto y la sumisión absoluta, la “nada de la criatura”, que solo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (n° 2097).

Nosotros, los católicos, adoramos exclusivamente a Dios en la Trinidad indivisa: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. A los santos respetamos y admiramos por sus virtudes y por sus ejemplos de vida. Igualmente, nunca se ha visto a un católico adorar imágenes.

La adoración a Dios supone relacionarse con Él en espíritu y verdad, supone una entrega voluntaria de su propia voluntad a la voluntad de Dios, por reconocerla como más sabia, más justa y más amorosa.

Asimismo, se presume la entrega de dones, que pueden ser materiales o morales. Los Magos ofrecieron oro, incienso y mirra, pero junto con su esfuerzo en la búsqueda del Niño, de adoración y de obediencia a la voz de Dios, ya que no volvieron al palacio de Herodes.

Nuestra adoración a Dios tiene que estar compaginada con el compromiso hacia el hermano más carenciado, que estará en zonas inundables, en las cárceles y hospitales. Pero también estará en nuestro hogar y nuestro vecindario.

La adoración al Dios vivo y verdadero evita actitudes como las de Herodes, que es el cinismo y la violencia, aunque con apariencia piadosa.

Paz y bien.

hnojoemar@gmail.com

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