Hazañas y desventuras de las “pirañas”

Hace un par de meses, en esta misma columna, había advertido sobre la irrupción de los niños en la delincuencia. Adiestrados por sus padres o encargados, y probablemente por algún que otro polibandi que les cubren las espaldas, realizan toda clase de operaciones. Cuando se los atrapa, explican cínicamente que nadie les puede hacer nada, porque son legalmente inimputables. Es verdad.

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Un primer caso fue el de una niña de trece años que desvalijó unas cuarenta casas, llevándose un rico botín en joyas. Demás está decir que hasta ahora no se ha recuperado ni siquiera un anillo carretón, ni un nambichái. Ni una pulsera. Nada. Pareciera que las joyas robadas desaparecieran en un misterioso agujero negro en el cosmos vasto y silencioso. Me gustaría, sólo por curiosidad, que algún lector me confirme ser la excepción en esta aterradora regla general, que puede enunciarse de este modo: joya que se roba, ya no se recupera.

Ahora aparece el fenómeno de las “pirañas”. No sé si es un nombre inventado localmente o uno de esos tantos vocablos importados. En cualquiera de los casos, el nombre es el más apropiado, porque alude a un cardumen voraz que ataca con rapidez y eficacia. La técnica es simple. Un grupo de diez niños rodea a un transeúnte, y mientras uno le estira el saco para distraerlo, otro le mete la mano en el bolsillo. De allí se lleva lo que encuentre: billeteras, celulares, tarjetas de crédito.

En el Brasil lo llaman “trombadinha”. En Estados Unidos y América Central, ha surgido un fenómeno parecido, pero mucho más violento: las “maras”. Son gavillas de adolescentes que te pueden degollar para sacarte diez dólares. No estamos muy lejos de eso. Hace pocos días, un japonés que caminaba por la Chacarita, buscando un templo, le metieron un tiro en la cabeza. El autor y su cómplice son muy jóvenes. ¿Comenzaron como pirañas?

Es cierto que las “pirañas” son inimputables. Lo dice la ley. Pero la ley también dice que pueden ser internados en casas de resguardo, con personal especializado. Allí recibirán los alimentos, la educación y el cuidado que les falta en sus casas. Y probablemente también estarán a resguardo, por lo menos durante algún tiempo, de los polibandis que los extorsionan. Como fue, ostensiblemente, el caso de la adolescente robajoyas. Claro, para eso hay que invertir dinero del presupuesto. Y el dinero es empleado en cosas más útiles, como mantener un aparato clientelista.

Seguramente, algún legislador caerá en la tentación de ensayar sus habilidades y propondrá una ley para bajar la edad de imputabilidad. ¿Para qué? ¿De qué servirá? Si el Estado no promueve una política para enfrentar el fenómeno social y delictivo, no habrá ley que tenga éxito. Será como poner el carro adelante del caballo que debe guiarlo.

Y políticas, vamos, o algo que se le parezca, no existe. El estado completo (suponiendo que podamos hablar de algo que se llama “estado”) está enfrascado en campañas electorales. Y no hay un día en que su personal tenga tiempo para ocuparse de cosas sin importancia: por ejemplo, atacar las raíces de la delincuencia juvenil, prevenir el dengue, y otras fruslerías como esas.

Claro, en el aparato del Estado hay otra clase de peces, que también tienen el hábito de atacar en cardúmenes: los manguruyuses. Provistos de unas fauces impresionantes, se devoran una licitación, una compra masiva, una lista de funcionarios, lo que sea. Para ello, están dotados de cuatro estómagos, capaces de triturar desde una moledora de clínker hasta una docena de vehículos cuatro por cuatro.

Las pirañas no compiten con los manguruyuses. Respetan el espacio de estos. Y solo se limitan a mirarlos desde lejos, por temor a que ahí, de pronto, les peguen un mordisco. El primer deber de la piraña es, como se sabe, defender el pellejo. El resto, que se arregle.

helio@abc.com.py
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