Hasta el último lapacho en flor

Las informaciones acerca de la masiva presencia de brasileños en nuestro territorio, y su consecuencia para nuestros bosques, vienen de lejos y sin pausas. Este diario se ocupó de ellas desde los inicios de los años ‘70. Las fotografías, los reportajes, los titulares, son exactamente los mismos que los de ahora. Nada ha cambiado, salvo el escenario. Si ahora le tocó el turno a las tierras chaqueñas, anteriormente fueron las de Canindeyú y Alto Paraná. Las depredaciones se trasladaron después a parte de Itapúa y Caazapá.

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Hacia finales de los años ‘60 comenzaron a instalarse en el Estado brasileño de Paraná, limítrofe con el Paraguay, las grandes empresas agrícolas que necesitaban de inmensas cantidades de tierra para el cultivo principalmente de soja. Esas empresas encontraron la mejor forma para desalojar a los propietarios: ofrecerles un precio capaz de ablandar cualquier resistencia. Este hecho y la irrisoria suma que pedían los propietarios paraguayos dieron inicio a la más vasta inmigración conocida por nuestro país.

En Paraná los empresarios adquirían cualquier cantidad de tierra por 50 mil guaraníes la hectárea. Aquí encontraban por 3.500 guaraníes la misma cantidad. Quienes vendían, por ejemplo, 100 hectáreas de su terreno, aquí obtenían 500 más las maquinarias que precisaban. Estamos hablando de los colonos. Están los empresarios inmobiliarios que compraban en nuestro país la extensión que se les antojaba solo para sacar madera. Cuando ya no sobraba un árbol que valiese la pena, loteaban el terreno con esta particularidad: solo ofrecían a los colonos brasileños mediante una copiosa publicidad periodística.

El sistema empleado para la salida de los rollos es el mismo de ahora: comprar a las autoridades para que no vean la viga en el ojo propio.

Los rollos salían de día y de noche, en cientos de camiones, por dos únicos caminos: por Salto del Guairá para cruzar en Mundo Novo, y por Corpus Christi para pasar a Sete Quedas.

Causaba gracia que después de cada campaña periodística, con pruebas irrebatibles, las autoridades nacionales reaccionaban con aparente indignación, cambiaban a los funcionarios y declaraban solemnemente que nuestros bosques estaban para siempre a salvos. Mientras la ciudadanía escuchaba estas declaraciones, no paraba ni por un segundo la actividad depredadora.
Tenemos que dar gracias al Dios de los árboles que, en 35 años de robo sin descanso, todavía nos queden algunos. Es cierto, ya no en Alto Paraná o Canindeyú, pero los agresivos brasileños no se dan por vencidos. Encontraron la región chaqueña que pronto correrá la misma suerte que las otras.
Con solo imaginar que desde 1970 los tractores brasileños se pasean por nuestros bosques, se hace ocioso estudiar el mapa de 1970, donde se advierte la inmensidad de la tragedia forestal que nos envuelve. Decir forestal es pensar en el daño social, ambiental, económico.
Frente a estos hechos objetivos que nos vienen de antiguo, nada nos alienta a esperar que esta vez sea distinto. ¿Distinto por qué? ¿Acaso no es como una segunda naturaleza del funcionario rendirse a los pies de los brasileños por unos cuantos billetes? Hagamos la prueba: ¿Cómo entraron tantas maquinarias pesadas? ¿Puede pasar inadvertido el volumen gigantesco de cada una de ellas? ¿Nadie ha escuchado los ruidos seguramente ensordecedores? ¿A nadie se le ha ocurrido -en el supuesto de que las máquinas bajaron del cielo- darse una vuelta para averiguar tanto alboroto?

También nos imaginamos el final de estas intervenciones policiales y judiciales: se irán a la cárcel los infelices peones, esos que harían cualquier cosa por una migaja, y se quedarán quietos por un momento los propietarios de las haciendas, hasta que pase el aguacero. Después contratarán nuevos empleados hasta llevarse el último lapacho en flor.

alcibiades@abc.com.py
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