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Se sabe que la fecha (23 de abril) fue escogida por ser la del fallecimiento de Cervantes y de Shakespeare, en 1616. Los ingleses celebran simultáneamente el Día de la Lengua Inglesa, no así en España, cuyo Día del Idioma Español es el 12 de octubre, coincidiendo con el de la Hispanidad, la Virgen del Pilar y el “Mutuo Descubrimiento”. Esta fecha es festiva en toda América Latina, menos en Paraguay, donde fue suprimida por el Gral. Rodríguez, en 1990, sin dar explicaciones.
A 400 años de su muerte, dediquemos hoy un par de líneas a Shakespeare. Ganó su renombre a pesar de críticos de peso pesado, como Voltaire, Byron, Tolstoi, Darwin, George B. Shaw, entre otros, que lo tacharon desde ramplón a simplemente aburrido. La peor de sus tragedias, según acuerdan, es Hamlet. Voltaire la consideraba “obra bárbara y vulgar” que “no soportaría ni el público más bajo de Francia e Italia”, y que parecía “fruto de la inspiración de un salvaje borracho”. A Tolstoi, la obra del inglés le causaban “repulsión y tedio irresistibles”. Pero esto es nada todavía; están quienes le niegan la autoría de sus libros.
Se calculó que toda su obra –drama y poesía– contiene unas 900.000 palabras; sin embargo, no se dispone de una sola escrita de su puño y letra. En el testamento que dictó se listan muchos objetos, pero… ¡ni un solo libro! Carecía de biblioteca, así como también de estudios, pues dejó la escuela inconclusa. En tiempos en que hasta los funcionarios se hacían retratar, nadie pensó en pintarle a él un retrato. Apenas hay un grabado hecho diez años después de su muerte y un busto, también póstumo. Fue un genio, pues, de rostro desconocido, de letra desconocida, sin libros ni diplomas, sin un solo testigo de que realmente escribió una cuartilla.
Hay más facetas misteriosas. Varios dramaturgos contemporáneos suyos fueron perseguidos por sus críticas a la monarquía; Shakespeare no fue molestado, pese a sus alusiones a la inmoralidad de reyes, reinas y nobles. En definitiva, la explicación que se ofrece es que el oculto autor verdadero de sus obras sería un noble, ilustrado e influyente, con poderosas razones para valerse de testaferro. Quienes se encantaron con la película “Shakespeare in Love” desilusiónense, porque, no habiendo datos de su vida privada, todo allí es fantasía.
Pero no se hable de esto a los ingleses porque, aferrados como son a sus costumbres, leyendas y tradiciones, lo toman por herejía. No admitirán se mueva de lugar un solo objeto de su panteón nacional. Haya sido o no haya sido, pues, “the bard of Avon” permanecerá inconmovible en su pedestal.
Como aquí, en general, no somos afectos a la lectura, tampoco leemos a Shakespeare. Nos pasa lo que a Evo Morales, que confiesa que no lee libros porque a las primeras páginas ya se aburre. “Se trata de un residuo de la cultura ágrafa de nuestros ancestros aborígenes”, aseguran algunos antropólogos. No lo creo; suena más a pretexto que a hipótesis verosímil. Es notorio que ni siquiera leemos diarios. Repasamos titulares, bajadas y epígrafes, como mucho. Si algún texto eventualmente nos atrae, repasamos velozmente las primeras frases de cada párrafo hasta, una vez averiguado hacia dónde tira el autor, damos por cumplido el esfuerzo. Y, en caso de que lo que vamos leyendo no encaje armónicamente en nuestras ideas y prejuicios, lo más probable es que abortemos inmediatamente la incipiente lectura.
Pocos, en definitiva, seguimos este consejo de Shakespeare (o de quien fuere): Presta el oído a todos, y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás; pero reserva tu propia opinión.
glaterza@abc.com.py