Cargando...
Y cuando se insiste, pues hay que llenar el espacio del nombre del padre de la criatura, comienza la letanía de mentiras alcahueteras: “que ya murió luego – que está en Buenos Aires – que nunca luego le conoció al papá del bebé…” suelen ser las respuestas más candorosas que aduce la mujer que frente a la maternidad puede experimentar la sensación de haber alcanzado un logro insustituible. Lo del papá es apenas un detalle sin trascendencia. De ahí que tenemos un buen treinta por ciento de hijos “del viento”...
Estamos celebrando el Día del Padre, pero del que no cae apenas en la sacrílega categoría del “papá semental”. Papá no es apenas el hombre que solamente está dispuesto a satisfacer su instinto animal engendrando hijos sin rostro ni apellido que, como perros, tienen que andar destapando basureros para satisfacer su apetito o aspirar cola de zapatero para engañar sus ansiedades básicas.
Merecer el pedestal de papá no se limita al placer de transmitir la vida, que también es atributo de las bestias, sino el señorear sobre todas las vicisitudes hasta el límite de estar dispuesto a consumir la vida para que sus vástagos tengan el derecho de sentarse a la mesa del banquete de la dignidad.
Esa torpe guerra de la “igualdad de los sexos” que no debería existir porque no engrana dentro del esquema de la creación, apenas sirve de escaparate para llamar la atención a ciertos hombres y mujeres obsesionados por un protagonismo para lo cual sus talentos no les alcanzan y que la sociedad les niega. El hombre y la mujer son diferentes, es verdad, pero se complementan tan intrínsecamente que juntos forman un total inseparable y desunidos quedan “discapacitados”.
Es verdad que de ninguna manera el hombre se puede arrogar depositario de las “tablas de Moisés” como para convertir su voluntad como voluntad divina. La voluntad paterna debe ser más bien un servicio, una disponibilidad abierta a cualquier contingencia.
El papá ejerce su autoridad cuando se abre al diálogo, a los intercambios equitativos de opiniones, a la aceptación de otras ideas que no sean infaliblemente las suyas… pero sin transigir por debilidad ni capitular en sus legítimos derechos. Triste es el hogar donde el papá hipotecó “su cetro y su corona” por el mezquino precio de “la paz a cualquier costa”.
Cuántos hogares se desmoronan por culpa de un papá flojo, un papá paniaguado. Y cuántos hijos sienten vergüenza por tener un padre alcohólico, mujeriego, desvergonzado, haragán, incapaz de asegurar el futuro de sus vástagos. Pero el hombre que se llama papá es el que se compromete con el juramento de su vida para que sus hijos sean dignos de compartir la mesa del banquete de la vida. Cuando Cristo quiso dirigirse a Dios le llamó: PADRE. ¡Felicidades, padres!
(*) Sacerdote redentorista