Estado o mafia

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La declaración del estado de excepción en los departamentos de Concepción y San Pedro solo puede servir para amortiguar el impacto de los últimos ataques del autodenominado Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) y para zafar de su responsabilidad a los parlamentarios que creen terminada su misión con la aprobación de la normativa. Nadie de los que conocen del control que ejercen estos delincuentes sobre varias poblaciones rurales en el Norte puede creer que la presencia de más policías y de algunos militares en esas regiones pueda afectar la movilidad ni las acciones de estos criminales.

Los que recorrimos y conversamos con muchos lugareños desde aquel ataque al puesto policial de Hugua Ñandu escuchamos y vimos cómo la gente opina y, sobre todo, actúa en convivencia y connivencia, en función a las leyes impuestas por ese grupo armado.   

Según algunos legisladores, el Ejecutivo tiene 60 días para "solucionar" el problema del EPP. Semejante disparatada solo puede salir de gente a la que no le importa absolutamente la suerte de este país amenazada por estos delincuentes que posiblemente no tengan nada que ver con ideologías extremistas, sino con la protección a otros crímenes como el narcotráfico, el armatráfico y el lavado de dinero.   

Además, ¿en qué cabeza puede entrar que la policía, infiltrada profundamente por la mafia, o los militares, desmoralizados, desmotivados e igualmente penetrados en varias capas por la corrupción, pueden controlar a estas bandas que operan mimetizadas en las atemorizadas comunidades campesinas?

Estas poblaciones del norte, como de otras varias regiones, llevan décadas sometidas al régimen de caudillos políticos o de bandas criminales, por lo que es impensable que un estado de excepción de dos meses pueda liberarlas de esas oprobiosas cadenas.   

La solución es tanto más compleja que un decreto o unos discursos irresponsables. Si se puede simplificar la explicación, tenemos que recordar que allí donde el Estado está ausente, la mafia está presente. Es lo que ha venido ocurriendo hace décadas en el territorio nacional. Vastas zonas fronterizas, sea en el Amambay, en Canindeyú, Ñeembucú, y ni qué decir el Alto Paraguay, las poblaciones viven al arbitrio de los delincuentes. Y no es precisamente por ausencia de comisarías o puestos militares. Pasa que muchos de los uniformados operan en las filas de los malandros.   

Entonces –deduciendo, si las autoridades que manejan el dinero público no dejan de despilfarrar en contrataciones de operadores y si no destinan los recursos necesarios para garantizar los servicios básicos como educación, salud, infraestructura y asistencia para el desarrollo socio-económico, lo más probable es que el imperio de la violencia impuesto por estos delincuentes se extienda a otras regiones, incluida la capital, antes que ser eliminado. Ya deberíamos aprender.   
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