Está llegando la hora de la verdad

En el último debate televisivo de los candidatos republicanos se percibió un fenómeno extraño referente al tremendo desatino suscitado en el marco de una virulenta reprimenda coordinada y previamente planificada contra la figura de Donald Trump, quien acusó ostensiblemente el impacto inusitado donde no se debatían propuestas serias con rigor académico, sino simplemente acusaciones de incompetencia, irresponsabilidad, falsedad, y encubrimiento, destinadas a minar la moral del interlocutor circunstancial.

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En efecto, es la primera vez que Trump perdió la iniciativa de dar el primer golpe, como ocurrió en otros debates, trastrabillando en sus respuestas, vacilando ante el requerimiento de exponer con claridad sus planes de gobierno, con referencia a la salud y a la educación.

Esta estrategia combinada de Cruz y Rubio le tomó, aparentemente de sorpresa, opacando en gran manera esa estrella rutilante que había aparecido en el firmamento político como un fenómeno insólito e inesperado ante la mirada atónita de propios y extraños.

Hacía mucho tiempo que en el escenario electoral de los EE.UU. no aparecía un personaje tan exótico y singular.

Ronald Reagan, por ejemplo, apeló también a la espontaneidad y al carisma personal, haciendo gala de un histrionismo profesional, de actor consumado, adobado con una fuerte dosis de realismo y sentido común.

Reagan fue un buen comunicador que supo llegar a sus adherentes con palabras sencillas que reflejaban ideas de grandeza nacional en función a la defensa irrestricta del sistema de vida occidental, frente a las apetencias de la URSS dentro del contexto enmarcado por la Guerra Fría.

Reagan supo inculcar esta idea de confrontación hacia un enemigo bien definido que supuestamente jaqueaba el instinto de supervivencia de toda la nación.

Trump, sin embargo, no tiene esos pretextos para congregar en torno a su figura semejante pretensión de salvaguardar la supervivencia de la población norteamericana.

La Unión Soviética ya no existe, como tal, en el escenario internacional que jaqueaba militarmente a los EE.UU., ni tampoco pervive la doctrina de la disuasión nuclear, ni una ideología que combatir, ni un sistema que aniquilar, ningún eje del mal que visualizar como un peligro apocalíptico.

Trump tuvo que magnificar la dimensión de enemigos externos e inventar algunos internos contra quienes luchar, chivos expiatorios en quienes poner todos los males endémicos y pandémicos que giran alrededor del planeta.

Es decir, achacar la culpa a un enemigo inventado para justificar los fracasos y la decadencia de los EE.UU., especialmente en el rubro económico, eje y columna vertebral de sus delirantes reivindicaciones y utopías, expresadas y explicitadas siempre con matices brumosos e indefinidos: vagas ilusiones y recetas milagrosas, apelando permanentemente a la exaltación emocional como telón de fondo de una escenografía teatral donde prima el espejismo de fuentes de agua viva dentro del desierto árido de una realidad incontrastable.

Como si el problema a resolver fuese tan sencillo para que un solo hombre, supuestamente providencial, pudiese desarticular y desactivar de un solo golpe la crisis existencial en la que se debate el país del norte, saltando y quemando etapas, logrando con un salto de garrocha desembarcar a las épocas doradas y gloriosas del gran sueño de los cuáqueros y los puritanos.

Muchas frustraciones se encuentran por lo visto reprimidas en el inconsciente nacional del pueblo de Washington, Jefferson y Lincoln, surgiendo como un vendaval incontenible, que Trump supo aprovechar con gran maestría y tenacidad.

Este “supermartes” nos dará la respuesta a tantos interrogantes expuestos a la consideración pública y sabremos a ciencia cierta la verdad acerca de quiénes serán los que detenten con más posibilidad la nominación de los dos grandes partidos tradicionales.

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