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Me temo que sea irreversible. No espero nada nuevo del texto final. Me basta haber leído lo que hasta ahora han convenido en La Habana para confirmar alarmas y temores.
Puestas en pie de igualdad como actores del conflicto, las FARC han justificado sus acciones terroristas como hechos de guerra. Así fueron encubiertos crímenes como los de la familia Turbay Cote, el atentado al Nogal, Bojayá, el fusilamiento de los doce diputados del Valle y otras atrocidades que sacudieron al país. Miles de secuestros son presentados por sus comandantes como retenciones y la extorsión como un impuesto de guerra. El reclutamiento de menores no es para las FARC un delito de lesa humanidad sino la libre y espontánea vinculación de jóvenes campesinos a una lucha armada en favor de los oprimidos. El narcotráfico adquirió en La Habana un justificado estatus de delito político y no de una siniestra asociación con los carteles mundiales de la droga.
A esta altura del proceso las culpas se reparten por igual. Pero no las penas. Mientras que para los miembros de las FARC no habrá pago de cárcel sino una teórica y muy benigna restricción de la libertad, quince mil militares se encuentran recluidos en centros carcelarios a la espera de un juicio o pagando injustas condenas. Suerte muy distinta es la de “Timochenko” y demás miembros del Secretariado que disfrutan, mojito en mano y al ritmo del son, de una placentera vida propia de la nomenclatura cubana.
Como bien acaba de escribirlo el dirigente español Javier Fernández-Lasquetty, “se van a someter a plebiscito unos acuerdos que abarcan desde modificaciones en el sistema electoral hasta un complejo mecanismo para dejar impunes los crímenes cometidos”.
Recuerda también que no resarcirán a las víctimas. Y algo más inquietante, agrego yo: desde el momento en que las FARC puedan designar miembros de la Comisión de la Verdad, queda abierta la posibilidad de incidir en la selección de los jueces que serán encargados de la famosa Jurisdicción Especial para la Paz.
De hecho, como bien lo dice el expresidente Uribe, queda abierta una senda para que el Gobierno y los comandantes de las FARC procedan como constituyentes. Por otra parte, las zonas de concentración que abarcan neurálgicas regiones del mapa colombiano, serán feudos políticos, económicos y sociales que tarde o temprano se convertirán en una especie de repúblicas independientes.
¿Qué sentido tiene el voto en el plebiscito? Para el Gobierno, el Sí equivale a la paz y el No a la guerra. Con esta bandera, Santos ha lanzado una atronadora campaña que moviliza a políticos, alcaldes, gobernadores, empresarios y por supuesto, medios de comunicación. Todo esto viene acompañado de un sinnúmero de anuncios publicitarios que ofrecen a los colombianos avances en temas como la salud, educación, vivienda, carreteras y lo que más nos preocupa a todos: la inseguridad. Son promesas, solo promesas, acompañadas de un incierto futuro.
La abstención no servirá de mucho. Es una nula alternativa. El No, en cambio, es un rechazo al peligroso menú que contienen los acuerdos de La Habana adornados con atractivas guirnaldas de la paz. Estoy seguro de que Uribe terminará apoyando el No, pues la mayoría de su bancada en el Congreso le ha confesado su propósito de votar en este sentido. Desde luego, también yo me dispongo a votar como ellos. No somos, de ninguna manera, amigos de la guerra. Incluso, albergó la esperanza de que las FARC se conviertan, al fin, en un movimiento político. En mi caso, y en el de muchos otros amigos, el No debe verse ante todo como un voto de protesta por el alto precio –equivalente a una capitulación– que el Gobierno de Santos está dispuesto a pagar por una paz que no será completa.
[©FIRMAS PRESS]
* Periodista y escritor colombiano. Colaborador habitual del diario EL TIEMPO de Bogotá.