El viejo Inter

LLevo unos meses resistiéndome a darle espacio al problema del Colegio Internacional. A pesar de las cartas, llamadas e insistencias de gente de uno y otro bando, me resistía a aceptar que la disciplina de niños y adolescentes en un colegio privado tenga que llegar al escándalo público y mediatico.

Esperaba que primara la racionalidad y los responsables fueran capaces de resolver sus divergencias sin tener que revolcar por el fango la brillante reputación del colegio, y -tratándose de los padres- la de sus propios hijos.

Fuí alumna del Internacional, desde 1957 hasta 1963. Volví al Colegio con mis hijos en el 75, y lo dejé por segunda vez cuando se recibió la menor , en el 93.

Entre mi época y la de ellos se habían dado algunos cambios.

Cuando yo iba al Inter, a ningún padre se le ocurría que podía meter allí su torpe cuchara. Por el contrario, y en lineas generales, la elección del Inter obedecía precisamente a su ambiente liberal.

En una posguerra en la que los valores de la democracia estaban particularmente exaltados, en el Inter primaba el criterio de que cada uno de nosotros tenía responsabilidad en la disciplina.

Los grandes portones del Colegio estaban siempre abiertos. Y si haciamos alguna rabona, no era por cierto con mayor frecuencia que chicos de otros colegios.

El Inter era ya por entonces mixto, es decir de niñas y varones. Lógicamente, los recreos eran deliciosamente románticos. Hasta teníamos unas maravillosas ligustrinas que escondian las manitos entrelazadas o algun beso furtivo.

Por supuesto que era a escondidas. Pero era libre, era vital. Y por sobre todo, nos enseñaba a hacernos cargo de nuestras propias conductas.

En la época de mis hijos, aparecieron por ahí las ridículas comisiones de padres. Recuerdo haber peleado, hombro a hombro con Adolfo Ferreiro, contra una mayoría de reaccionarios para impedir que se cerraran los portones. Ya por entonces la anticultura stronista había alcanzado niveles de epidemia, y perdimos la batalla. Fueron los propios padres, que no eran capaces de controlar a sus hijos, los que exigieron que se cerraran los famosos portones. Y los chicos quedaron encerrados. Ya no fueron responsables de su disciplina, el libre albedrio fue cercenado. Y como bien se dice, basta con abrirle una ventana a la estupidez para que ella te invada.

Los años fueron alimentando al gigante fascista.Y la comisión de padres pisó cada vez más fuerte. Ya el Colegio dejó de estar manejado por profesionales de la educación, con criterios de vanguardia.

Cualquier troglodita tiene derecho a dar un golpe de timón, simplemente porque puede pagar la cuota, y pretende que el Colegio sea el reformatorio de los hijos a los que él no sabe orientar.

Unos meses atrás se llegó al absurdo de que, enterados de que en una fiesta los chicos estaban consumiendo cerveza, en lugar de ir directamente los padres y llevarse cada uno a su hijo, de la oreja, a su casa, fueron cayendo con una comitiva judicial, y gritaron a los cuatro vientos que encontraron dos o tres parejitas chapando, y parece que una un poco más entusiasmada. Nada del otro mundo, por cierto. No era para hacer un escándalo, y dejar a los chiquilines como unos viciosos, depravados y patoteros.

Se rasgan las vestiduras, como si nunca hubieran fumado un cigarrillo o tomado una cerveza escondida. Como si nunca hubieran ido a afilar a una matiné. Como si nunca hubieran hecho el amor en un zaguán.
Que se dejen de jorobar.
Y por sobre todo, que dejen el Colegio en paz.

Para que vuelva a ser el viejo Inter.
El Inter de la libertad.
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