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En situaciones en que el entorno económico se deteriora, tal como está aconteciendo, es habitual que nuestro cerebro keynesiano se encienda, recobre mayor vitalidad y nos comande a exigir al Estado que acelere el ritmo de inversión en infraestructura.
Nuestro razonamiento keynesiano actúa de alerta y de orientador de la política económica. Nos lleva a proponer que para salvar a nuestra economía de un eventual bajón necesitamos que las máquinas de construcción entren en movimiento, bajo el argumento de que la inversión en infraestructura es la salvadora y que ella no tardará en activar el resto de la economía y, de este modo, garantizar un crecimiento del 4% para el presente año y de un mismo nivel para el 2016.
La fórmula keynesiana es muy simplista. Que el Estado gaste más para que el crecimiento económico se mantenga en niveles actuales o al menos que no retroceda.
Es cierto que los pensamientos simplificadores cuando son efectivos no podemos desestimarlos. Pero sería iluso estacionarnos en un nivel de entendimiento dado y no dar más rienda suelta al sentido común.
No podemos pensar en gastar por gastar. El sentido común de la economía nos indica que debemos ser inteligentes con las pocas monedas que tenemos a mano, pues muchas de ellas son producto del endeudamiento externo. Finalmente, de aquí a poco, deberemos honrar dichas deudas, probablemente ante un tipo de cambio más elevado y con una capacidad fiscal más estrecha. Además, ante un eventual entorno desfavorable se podría dar el caso de que resultaría más difícil renovar o hacer un roll-over del endeudamiento externo, con lo cual la posición financiera del país se complicaría aún más.
Paraguay, un país enclaustrado en el medio de Sudamérica necesita de inversión, pero no en “pirámides” o proyectos de relativa baja rentabilidad, sino en infraestructuras altamente competitivas, es decir aquellas que estén orientadas a reducir el elevado costo de mediterraneidad que nos aqueja, priorizando las inversiones más rentables, preferentemente las vinculadas con el sector transable, ya que este es el sector que finalmente genera divisas al país.
Ante este contexto, ya no sería correcto plantearnos, ¿cuánto debemos invertir en infraestructura para contener una eventual caída del PIB? sino más bien, ¿cuáles son los proyectos de infraestructura que debemos financiar para que el país sea cada vez más competitivo y, fruto de dicho nivel de competitividad, sea más próspero?
Al cambiar una sola palabra de “cuánto” por “cuáles”, el nuevo entendimiento nos puede llevar a otro tipo de discusión. ¿Tenemos a mano el listado de los proyectos en infraestructura más rentables para el país? ¿Dispone nuestra sociedad de un consenso crítico de las inversiones que debemos encarar en los distintos sectores de infraestructura –energía, carreteras, centrales hidroeléctricas, hidrovía, aeropuerto, banda ancha, etc.–, en especial aquellos que adhieran mayor competitividad al país?
El objetivo de fondo de la inversión en infraestructura debe ser de doble propósito: lograr la sustentabilidad y eficiencia económica de dicha inversión y, a la vez, apuntalar la competitividad del país. Las experiencias del pasado nos enseñan que una política keynesiana nos puede llevar a malgastar el dinero, con un eventual escenario fatídico del default, la recesión y el aumento de la pobreza.
En Paraguay necesitamos el Plan C, el de inversión en infraestructura “Competitiva”. Para ello es imprescindible profundizar el debate en nuestra sociedad. Necesitamos un nuevo consenso que reemplace el “cuánto” por el “cuáles”. Precisamos complementar el razonamiento Keynesiano con el de la competitividad. Requerimos instalar una visión de largo alcance para que Paraguay deje de ser uno de los países menos competitivos del mundo.
(*) Economista