El dolor paraguayo

“Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla” Marco Tulio Cicerón, Arpino, 106 a.C./Formies, 43 a.C.

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Hace más de 100 años, Rafael Barret (Torrelavega, España, 1876/Arcachón, Francia, 1910) llegó al Paraguay y se encontró con un paisaje humano y social que revelaba, todavía entonces, las terribles secuelas de la guerra contra la Alianza. Conmovido por lo que le parecía demasiada desgracia acumulada, escribió una serie de comentarios para la prensa local. Material que fue reunido en uno de sus libros: El dolor paraguayo (Edic. O.M. Bertani, Montevideo, 1911). A pesar de los años transcurridos, malos y muy malos, con promesas y sueños defraudados, la mayoría de esos “dolores” están todavía presentes en la sociedad paraguaya. Porque ya en aquel tiempo, el escritor nos hablaba de nuestros “niños tristes”. Ellos deambulan solos y desamparados todavía hoy, aparentemente invisibles a los ojos de jueces, fiscales y ministerios, cuyas responsabilidades debieron haberse prodigado en aliviar sus desventuras. Junto a las ONG creadas y generosamente financiadas para lo mismo. 

Hace más de una centuria, Barret recordaba los “hogares heridos” del Paraguay. Los que, como nunca, entonces estaban conformados por mujeres solas que educaron a sus hijos nutriéndolos de virtud y cubriéndolos con laboriosa dedicación ante la ausencia de hombres. En la actualidad, y con misma irresponsabilidad machista, existen mujeres que denuncian maltratos y hasta pierden la vida en el intento de que el sistema implemente aunque fuera la piedad para su protección. Hace más de 100 años, la desequilibrada distribución de la tierra y la necesidad de que sus propietarios fueran quienes la cultivasen, YA ERA un problema en el Paraguay. Tanto que hubo otros, además de Barret, que denunciaron en varios textos la misma anomalía. Sin embargo, las instituciones que debieron otorgar justicia y protección a las familias del campo solo cambiaron de nombre para que los problemas no solo subsistieran, sino que se fueran agravando en geométricas proporciones. 

En El dolor paraguayo, Barret recordaba también “la eterna agonía” del obrero y sus desgracias. Hablaba de “los hombres sin futuro y de los ancianos sin esperanzas”. Nos reclamó por el desprecio a los árboles, el desdén hacia la naturaleza, por la proverbial crueldad hacia los animales. Por nuestra feroz resistencia al saber. Enfrentó la mediocridad oficial agitándola en las narices de las autoridades de aquellas épocas. Denunció la tortura practicada normalmente en las mazmorras de aquellos gobiernos. Nos alertó –ya entonces– sobre los funcionarios que retozan en las oficinas públicas mientras la gente espera, por meses y años, una respuesta decorosa para el alivio de sus males.

Leyendo este libro, los problemas del Paraguay parecen eternos, dada su persistencia. Y puede concluirse que la nuestra es la triste historia de un pueblo que, más que la lengua, recibió de sus ancestros el poderoso fatalismo. El que hace que nos resignemos ante los designios del destino o de la naturaleza. Que la desgracia nos resulte familiar; que nos acostumbremos al dolor y la maldad nos resulte indiferente. Despojados de nuestra capacidad de rebeldía, cada presente nos devuelve a las tragedias del pasado. Con dirigentes que no atinaron –ni atinan– a ver más allá del cerco de sus guardaespaldas o aduladores y les importa muy poco la suerte del infeliz que, un día cualquiera cada cinco años, es convocado para doblar un papel lleno de nombres, ensuciarse el dedo índice y presumir de que “ha elegido democráticamente a sus autoridades”. A las que –de paso– no verá porque sus caminos no se cruzarán nunca. Porque esas “autoridades” no van a medianoche a obtener un turno para una atención médica del día siguiente. Porque no estarán de madrugada en las paradas de los micros en los que la gente expulsada fuera de los márgenes de la ciudad se apiña para llegar al trabajo… si es que cuenta con uno. No los verá porque cuando, desocupado y sin esperanzas, extienda la mano esperando una propina por cuidar un automóvil en las afueras de un restaurant de lujo, solo encontrará el desprecio de un vidrio polarizado que le devolverá su cara de súplica o de indignación. Y es así porque nuestros gobiernos, desde los de antaño hasta los de ahora, han decidido desprenderse de los problemas ignorándolos, ninguneando al que sufre o inflando simplemente el padrón de funcionarios para sostener una “institucionalidad” costosa e inútil.

Como puede notarse al releer este libro esencial, nuestro “pasado nefasto” no se remitió solamente al de la reciente dictadura. Pues esta habrá excusado su emergencia para la misión de enfrentar otro pasado aún más funesto. Y probablemente ese supliera a otro; para que finalmente nuestras desgracias, de tan antiguas, adquiriesen ya una dimensión bíblica. Y cada generación de paraguayos solo cumple el doloroso ritual de transferir a la siguiente las mismas tribulaciones. O peores. Tal vez por eso, el mismo Barret nos dejaba, al final del libro, este terrible mensaje: “Paraguay mío, donde ha nacido mi hijo, donde nacieron mis sueños fraternales de ideas nuevas, de libertad, de arte y de ciencia que yo creía posibles –y creo aún– ¡SÍ!, en este pequeño jardín desolado, ¡no mueras!, ¡no sucumbas! Haz en tus entrañas, de un golpe, por una hora, por un minuto, la justicia plena, radiante, y resucitarás como Lázaro”.

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