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Pocos días antes de la pasada Navidad se realizaron las elecciones generales que ya se mostraban complicadas, pues quedaba demostrado lo inconveniente que resulta tener un gobierno con mayoría absoluta en el parlamento. Dos: el sistema bipartidista: Partido Popular (PP) y Partido Socialista Obrero Español (PSOE) parecía haber agotado un proceso que necesitaba renovación. Tercero: la gente se decía harta de una clase gobernante que no se renovaba nunca. Y así fueron los resultados: el lugar ocupado por dos partidos se dividió en cuatro; a los dos ya mencionados se le sumaron Ciudadanos y Podemos. El primero de derecha pero menos conservador que el PP, y el segundo un partido populista con fuertes lazos con la Venezuela de Maduro y Evo Morales de Bolivia.
España es una monarquía parlamentaria, un sistema que nos resulta extraño por lo del monarca pero sobre todo por el sistema parlamentario. Así pues, en las votaciones generales no se vota por un presidente de Gobierno, o un jefe de Gobierno sino por un parlamento que es el encargado de formar gobierno; es decir, elegir un presidente. Cuando fue electo Rajoy no hubo problemas porque su partido tenía mayoría absoluta y en el primer intento fue investido presidente. El problema se presenta en la actualidad, pues ninguno de los cuatro grandes grupos tiene la mayoría necesaria para formar gobierno y deben buscar alianza con los otros. En el primer intento se fracasó, pues debía llegarse a la mayoría absoluta, es decir, la mitad más uno del total de diputados. A partir de la segunda votación la cosa parecería más fácil, ya que se elige por mayoría simple: vale decir: el candidato debe obtener la mitad más uno de los votos emitidos. Las abstenciones aquí no se cuentan. A las alianzas necesarias se suma entonces la necesidad de convencer a tal o cual grupo que se abstenga de modo que sus votos no cuenten.
Después de esta larga explicación, a lo que quiero llegar es al hecho de poder presenciar, directamente o a través de la televisión, el debate que se lleva a cabo entre los aspirantes a llegar a la presidencia en la sala de las Cortes (nombre que se le da al Parlamento). Es una clase apasionante de civismo, de dialéctica, de un juego en el que pesan tanto las palabras como la entonación, los gestos, la modulación de la voz, el ritmo del discurso. No solo los analistas políticos sino también el ciudadano de a pie siguen por todos estos vericuetos para elogiar a quien lo ha hecho mejor y despellejar al que lo ha hecho peor. No hay insultos; no, por lo menos, en el grado que nosotros lo entendemos. Entre las palabras más duras y que exasperan a la ciudadanía están: “ruin”, “usted no es honesto”, “esto es un sainete”, “su partido tiene las manos manchadas de sangre”. A nadie se le ocurriría mentar a la madre de su contrincante a no ser que quiera convertirse en un cadáver político.
Frente al neoclásico edificio de las Cortes, con sus dos gigantescos leones en bronce que guardan las escalinatas que conducen a su entrada principal, se apostaron cámaras de televisión, se improvisaron pequeños estudios armados con tubos de metal, y la estatua de Lope de Vega que preside la pequeña plaza, desapareció ante toda esta parafernalia. Mientras, mucho público se había reunido en las aceras para ver llegar a sus políticos favoritos a quienes vitoreaban y saludaban, al tiempo que otros, con pancartas, expresaban sus adhesiones o rechazos a lo que creían justo, todo ello con educación, con respeto, con un comprensible entusiasmo, pues en esos momentos se estaba jugando parte del futuro del país.
Me tocó no sé si por suerte o por desgracia, vivir un año en la España de Franco y lo que escuchaba frecuentemente justificando la dureza del régimen era que los españoles necesitaban de esa severidad, pues eran muy anárquicos y si se levantaba la guardia eran capaces de prender fuego a la nación. Me gustaría ver de nuevo a aquellas personas y preguntarles qué piensan de la madurez y seriedad con que encaran y cuidan su actual democracia.
jesus.ruiznestosa@gmail.com