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En una pared está representado el buen gobierno. El gobernante está personificado por la Sabiduría, con rostro bondadoso pero enérgico al mismo tiempo. A su izquierda está sentada la Justicia sosteniendo una balanza y a su derecha la Concordia, ambas acompañadas por las virtudes políticas del buen gobierno: la Magnanimidad, la Moderación, la Prudencia, la Fortaleza, la Seguridad y la Paz. En el fresco de la pared opuesta está representado el mal gobierno, presidido por un gobernante con rostro sombrío y aspecto demoníaco, mal trazado y vestido con ropas oscuras. En lugar de Sabiduría se le atribuye Poder Omnímodo. Este gobernante está rodeado de los peores vicios de un mal gobierno. A su derecha se ubican la Crueldad, la Envidia y el Rencor. A su izquierda, se encuentran la Codicia, la Vanidad y la Arrogancia. La Justicia aparece con las manos atadas y a los pies del Poder Omnímodo. El impresionante conjunto pictórico resume, en verdad, toda una teoría política. Tomaré esta alegoría como punto de partida para el comentario que sigue.
En los últimos años se ha advertido con insistencia acerca del significativo deterioro del Estado de derecho en nuestro país, cuyas manifestaciones más claras son el extendido incumplimiento de la ley, la alarmante corrupción generalizada y la severa desconfianza en la administración de justicia. Estos aspectos, por cierto, tienen importantes consecuencias políticas, económicas y sociales. Hasta hace muy poco tiempo, sin embargo, no se prestaba debida atención al papel del sistema jurídico y la administración de justicia en los estudios sobre el desarrollo y la democracia. En la actualidad, en cambio, se observa una marcada tendencia a insistir sobre su importancia. Desde luego, existe suficiente evidencia empírica que muestra una fuerte correlación entre el desarrollo y la democracia, por un lado, y la independencia y la eficiencia de la administración de justicia, por otro. Se subraya con énfasis que el desarrollo económico y social y la estabilidad política no son posibles sin un adecuado sistema jurídico y una eficiente administración de justicia.
En ese sentido, el Banco Mundial efectúa una evaluación del Estado de derecho en el marco de un estudio más amplio sobre la gobernabilidad. Dicho estudio sintetiza información sobre 215 países respecto de seis dimensiones de la gobernabilidad: rendición de cuentas, estabilidad política, efectividad gubernamental, calidad del marco regulatorio, Estado de derecho y control de corrupción. La información es obtenida mediante encuestas provenientes del sector privado, del sector público y de la sociedad civil. La calificación es asignada en una escala de 0 a 10 puntos. De acuerdo con el último informe, las calificaciones de Paraguay en cada uno de los indicadores mencionados son las siguientes (conste que las calificaciones han permanecido prácticamente invariables en la última década): 4 en rendición de cuentas, 2 en estabilidad política, 2 en efectividad gubernamental, 4 en calidad del marco regulatorio, 2 en Estado de derecho y 2 en control de corrupción. En el indicador específico relativo al Estado de derecho, que evalúa el grado en que los agentes respetan las leyes y confían en las instituciones, Paraguay muestra una de las calificaciones más bajas entre los países evaluados. La debilidad del Estado de derecho en nuestro país se exhibe en ámbitos muy diversos de la actividad económica, del funcionamiento de la administración pública, de la práctica política y de la vida social cotidiana. La economía informal, la evasión impositiva, la inestabilidad política, la inseguridad jurídica y ciudadana, la impunidad penal y la corrupción son partes visibles de este fenómeno.
Me encuentro absolutamente persuadido de que esta situación se mantendrá o se agravará mientras no se asuma una decidida actitud de confrontación. El cambio fundamental exige el compromiso de la cúspide del gobierno y la voluntad de todos a medida que se desarrolla la lucha por el Estado de derecho. Pienso que nuestro país deberá encontrar su propia forma de superar el mal. En cierto sentido, deberá inventarla. Esa es una tarea que exige, aparte de circunstancias políticas y sociales favorables, un extraordinario realismo y una imaginación no menos extraordinaria. Y no necesito recordar, como anticipaba la alegoría de Lorenzetti, que el renacimiento de la imaginación, tanto en el arte como en la política, siempre ha sido preparado y precedido por el análisis y la crítica. Creo que a nosotros nos ha tocado ese quehacer.
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