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El prominente economista y sociólogo canadiense John Kenneth Galbraith (1908-2006) resaltaba, en ese orden, una verdad contundente. Analizando a profundidad la estructura económica social de los diferentes países del planeta, el mapa nos muestra, decía, la existencia de un pequeño número de países con un elevado nivel de desarrollo económico y social –los países ricos–; y, por contrapartida, una inmensa mayoría de ellos no podían superar el estadio del subdesarrollo, con niveles de vida azotada por la pobreza –los países pobres–.
Para superar esta dicotomía desfavorable e injusta proponía la siguiente tesis: los países que se proponen romper las cadenas que los atan a la pobreza tendrían que, forzosamente, contar con tres prerrequisitos fundamentales.
En primer lugar, tener una conciencia generalizada hacia la necesidad del desarrollo; en segundo lugar, contar con un gobierno eficiente en la administración de los intereses públicos; y, en tercer lugar, disfrutar de recursos humanos idóneos, como mentes pensantes y brazos ejecutores.
Estos prerrequisitos, a su vez, obedecen a condiciones que se deben crear deliberadamente. La conciencia hacia la necesidad del desarrollo es responsabilidad de toda la comunidad nacional. El gobierno eficiente depende de cómo se orienta y maneja la política; y la formación de recursos humanos idóneos, por último depende del sistema sobre el que se basa la educación.
De todo este planteamiento se colige, empero, que ni la gestación y maduración de la conciencia colectiva, ni la sana y buena política de gobierno pueden llevarse a cabo y con éxito si el sistema educativo fracasa o es deficiente. Es por esta razón elemental, pensamos, que se incubó la frase ya señalada más arriba, la que ubica a la educación como la más elevada expresión de la política. Y nos preguntamos, a ese efecto: ¿Cómo se encara la educación en nuestro país? ¿Sobre qué sistema y filosofía se sostiene?
En nuestra dilatada experiencia adquirida como docente llegamos a la conclusión –sin que ello resulte ser un descubrimiento personal–, de que en el proceso de la enseñanza-aprendizaje aparecen nítidamente tres momentos esenciales: a) el del conocimiento; b) el del entendimiento: y, e) el de la internalización del conocimiento.
Basado en la experiencia –que es la más grande maestra para corregir errores–, y evaluando con criterio racional los resultados finales de nuestro sistema educativo llegamos a ponderar lo que sigue. Primero: tanto desde el punto de vista pedagógico, en su contenido, como de la metodología de la enseñanza, en el Paraguay no llegamos sino a niveles muy reducidos para calificar el proceso de la enseñanza-aprendizaje como un producto de la excelencia. Por lo general, no se pasa del primer momento del proceso, y en forma superficial. Segundo: Al no tener conceptualizada y diseñada una filosofía de la educación, en su conjunto, es improbable conocer los tipos de recursos humanos idóneos que estamos formando, tanto en cantidad como en calidad, de acuerdo a las necesidades reales del país y utilizando a la educación, por vía del conocimiento, como arma liberadora del individuo. Tercero: Si bien la denominada reforma educativa pretendió transformar el sistema de la enseñanza-aprendizaje, hasta la fecha sus resultados son mínimos sino es que nulos. La reforma de un sistema educativo no pasa por un solo parámetro. En efecto, no basta modificar el esquema curricular únicamente y en gran medida desvirtuando una escala de valores que hacen a la esencia histórica de la nación, haciendo que los valores adquiridos desde afuera, sumados a los valores que nos atan a la dependencia de intereses extraños, anulan al mismo tiempo u obnubilan los valores propios, aquellos que se han ido labrando y acumulando en el contexto de la comunidad organizada. Rescatemos todos los valores que la ciencia y la técnica, con ayuda del conocimiento, vinieron elaborándose como parte de la cultura universal. Pero nos oponemos igualmente a que esos mismos valores, trasplantados exprofeso por interese ideológicos, hibridicen los valores propios o simplemente los deformen o los hagan desaparecer. Cuarto: Con la cancelación de las unidades pedagógicas que en su tiempo tenían como objetivo la formación de maestros y profesores normales, con cuatro siete años de estudios en sus áreas respectivas, habilitados precisamente como recursos humanos idóneos y preparados deliberadamente para orientar la enseñanza a nivel primario y secundario, nuestro sistema educativo, en este orden, se formó, de hecho, con un sistema improvisado y anárquico.
Es decir, se prescindió de los exponentes capacitados con técnicas y métodos pedagógicos adecuados, requisito fundamental que se exige para transmitir con propiedad el conocimiento, esclarecer el entendimiento y madurar en la internalización de uno y otro momento del proceso enseñanza-aprendizaje, en sus primeros estadios.
La informática, por ejemplo, con todo su andamiaje tecnológico, ayuda a simplificar el o los procesos, pero jamás será la sustituta de los buenos maestros. El Magisterio es como el sacerdocio, exige vocación y pasión para su ejercicio, dones que ningún aparato material posee.
Por lo mismo, y como colofón, decimos que con un sistema educativo deficiente jamás se podrá sembrar en las generaciones jóvenes, y menos aún en toda la comunidad nacional, las semillas que hagan germinar la conciencia hacia la necesidad del desarrollo, de la valoración de la política para conformar gobiernos eficientes, y de recursos humanos idóneos que utilicen el conocimiento como un arma liberadora para superar el subdesarrollo económico, social y cultural de nuestro país.