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Demasiado larga espera para tantos méritos sedimentados a lo largo de la historia de la prensa. Hay columnistas que fueron apresados, torturados, ejecutados por regímenes de fuerza o grupos terroristas. Otros cayeron en sus puestos como soldados del teclado, tal el caso reciente de David Carr, del New York Times, que se desplomó mortalmente sobre su escritorio; y el de los colegas de la Hebdo Charlie.
A los que manejan el pintoresco almanaque de la ONU hay que recordarles que muchos famosos distinguieron la especialidad de la columna periodística; gente como Mariano José de Larra, Emilia Pardo Bazán, Pío Baroja, Juan Goytisolo, Torcuato Luca de Tena, Arturo Pérez Reverte, Jorge Amado, Gabriel García Márquez, por citar solamente algunos de nuestra lengua y época. En el Paraguay, casi todos los intelectuales y líderes políticos, desde 1870 hasta 1920, incursionaron en ella. Hoy, parece que andamos por la vereda inversa; algunos periodistas se tientan con la idea de “bajar a la arena política” (deshilachada metáfora), al mismo tiempo que a ciertos políticos les seduce la idea de subir a las pedregosas graderías periodísticas.
“Columnista” era una palabra peligrosa en tiempos de Stroessner, porque, si la dicción renqueaba, algunos podían oír “comunista”. En este caso, el señor Pastor Coronel, por ejemplo, podía arrojar al escribidor de columnas a una mazmorra, a dormir sobre diarios, para que no extrañe demasiado la sala de redacción.
Muchos no perciben lo arduo que resulta este oficio periodístico de escribir o comentar, en especial cuando no sucede nada digno de comentario, cosa bastante común en un país lánguidamente tropical, dado al reposo permanente. Pero las rotativas no pueden detenerse, por lo que, si no hay noticias ni temas, hay que inventarlos o volver a freír las tortillas de ayer.
Es que a menudo nada pasa realmente; hace calor, el café esta frío o el tereré caliente, los temas se esfuman, la inspiración flaquea, el tedio acomete. Carmen Rigalt, agradable e inteligente columnista del madrileño “El Mundo”, afirma que las columnas son material reciclado, que salen del periódico y vuelven a él, aludiendo a lo mucho que nos plagiamos a nosotros mismos (y a otros, deberíamos agregar).
El columnista tradicional tiene ahora un hermano menor, el “bloguista”, que hace pocos años comenzó a moverse con gran éxito en las ciberpantallas de la prensa digital. En fin, dicen que el bloguista, bloguero o blóguer, tiene la ventaja de atrapar a lectores que el columnista no alcanza, por ejemplo, a esa gente que eliminó el papel de sus vidas (a los que suelo llamar los “nipereli”: ni periódicos ni revistas ni libros en sus vidas, sólo pantallas).
Nada más agradable, para todo lector, que hallar un autor, un comentarista, un columnista o un bloguero, cuya opinión coincida con la suya. Cuando sucede lo contrario, se le archiva en alguna carpeta de título peyorativo, de las muchas de que se dispone. “Agente de…”, “zurdo”, “bolche”, “idiota útil”, eran las peores hace veinticinco años. A veces se le anteponía el adjetivo “medio”, con lo que se abría la posibilidad de admitir prueba en contrario.
Hoy es al revés. ¡Qué paradas raras hace el tren de la Historia! Lo riesgoso para un periodista latinoamericano es no estar clasificado como “de izquierda”, o no llevar el apellido “progresista”, porque entonces pasa a engrosar la lista de la vereda de enfrente: “reaccionario”, “funcional al sistema”, “facha”, “conserva”, “derechoso”, “oligarcón”.
Nadie espere clemencia en estas canchas, porque ni se la da ni se la recibe. Aunque permanece a salvo eso de “medio”. Al final, posiblemente, muchos serán recordados como “aquél que era medio periodista”.
Cuando las NN.UU. señalen finalmente el Día Mundial del Columnista, se abrirá la cuenta regresiva para la fijación del Día Mundial del Bloguero o Bloguista. Cada uno a su turno, calmos y pacientes, con el tiempo y una cerveza…, como dice el viejo dicho.
glaterza@abc.com.py