Del sillón, al banquillo

Tal parece que, en todo el mundo, está llegando a su fin la era en que gobernar era sinónimo de incumplir la ley sin afrontar consecuencias y tener a disposición los recursos del Estado para el enriquecimiento personal o para entablar campañas de premio a fieles y castigo a adversarios políticos. Aunque, a tenor de sus declaraciones, en nuestro país ni siquiera los políticos más jóvenes lo están percibiendo.

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En la gran mayoría de los países de América Latina, tradicionalmente llegar al poder garantizaba también alcanzar una absoluta impunidad. Esa época dorada para los mandatarios y sus colaboradores se está acabando en cada vez más países.

Desde luego y por desgracia, esa saludable oleada de lucha contra la corrupción y la impunidad no ha llegado aún a nuestro país, donde jamás se ha castigado seriamente a ningún político de cierto renombre, por más que se tenga más que comprobado, con evidencias contundentes, que cometió algún delito (o a veces docenas).

Suele decirse que el poder corrompe, pero lo que realmente corrompe, más que poder en sí mismo, es la convicción del poderoso de que cualquier acto cometido, abusando de su posición, será totalmente impune y que nunca, ni en el curso de su mandato ni en un futuro previsible, tendrá que pagar las consecuencias de un acto delictivo. Pero ahora muchos están viendo su error.

Acá cerca no más: Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina, y Luiz Inácio “Lula” da Silva, en Brasil. No son los únicos, Perú tiene el récord: un presidente ya condenado, Alberto Fujimori, y cinco más procesados: Ollanta Humala, Alan García, Alejandro Toledo y Valentín Paniagua… Nada menos que la totalidad de los últimos presidentes.

Hay unos cuantos más repartidos por el continente: Rafael Callejas, Honduras; Otto Pérez Molina, Guatemala; Elías Antonio Saca y Mauricio Funes, El Salvador. Me temo que, en vista de la olla que se destapó con los sobornos de Odebrecht, si escribiera estas líneas dentro de unos meses la lista sería mucho más larga y, por supuesto, absolutamente interminable si incluyéramos a sus respectivas “camarillas” de cómplices.

Tanto da si alguno de esos mandatarios es encontrado inocente, lo verdaderamente importante es que han sido sometidos al imperio de la ley, que las justicias de sus respectivos países pueden y se atreven a pedirles cuentas de sus actos; y lo hacen inclusive varios años después de cometidos los delitos que se les atribuyen.

Un factor común es que casi todos los actos de corrupción de que se acusa a los mandatarios fueron cometidos despreocupadamente, porque todos los acusados creían que no habría consecuencias y todo quedaría impune. Es por eso que estos juicios son un gran precedente, porque en todos esos países los futuros gobernantes y sus gabinetes se lo pensarán dos y hasta tres veces antes de cometer ellos mismos o tolerar entre sus colaboradores cercanos actos de corrupción.

En el Paraguay nada de esto está sucediendo. Por el contrario, nuestras autoridades y políticos hasta alardean públicamente de sus acciones ilícitas, con un absoluto menosprecio de la insignificancia de la justicia.

Así que es normal que los ciudadanos se pregunten: “¿Llegará a ocurrir algo similar en nuestro país?”. Es probable que sí, porque todas las tendencias de la región terminan, tarde o temprano, por aterrizar también en el Paraguay.

Desde luego que con nuestra Justicia actual no puede ocurrir; pero eso mismo decían hace un par de años argentinos, brasileños, peruanos, hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, etc. Se decía “no con nuestra justicia” en todos los países donde cada vez se vuelve más frecuente pasar del sillón presidencial al banquillo de los acusados.

rolandoniella@abc.com.py

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