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Que son tres colores iguales pero a veces solo de nombre, porque difieren en tonos. El azul, por ejemplo, es “Francia” en nuestra enseña, pero “marino” en la bandera estadounidense; el rojo de la chilena parece más oscuro. No solo varían en esto sino también en cómo lo ve cada quien. Aseguran que ojos humanos normales ven decenas de millones de colores, de modo que, como no se puede nombrar a cada uno, se optó por clasificarlos según códigos hexadecimales y también por series (serie del rojo, del amarillo, etc.).
De modo que seguiremos disputando “de gustibus” aunque no más “de coloribus”, porque hay un código hexadecimal que determina, por ejemplo, que el azul de nuestra enseña es el #0000FF, mientras que el azul de la bandera estadounidense es el #00008B. La antigua intrigante incógnita de los colores queda, así, prosaicamente develada en las tablas de frecuencias de ondas.
La bandera y el pabellón, los escudos nacionales y el himno, todos ellos hechos diseñar y componer por don Carlos Antonio López, configuran nuestra simbología patria. Don Carlos comprendió claramente algo que el perezoso y melancólico Dr. Francia nunca percibió: que un país que presume de libre y soberano debe tener representaciones emblemáticas que lo distingan de los demás.
Después vinieron los nacionalistas, especies mutantes que se presentan en forma de militaristas, heroicistas y radicales de cualquier pelaje. Los nacionalistas fueron agregando sus propios elementos representativos. He aquí un buen resumen presentado por Juan Stefanich, en su obra “Nacionalismo” (1929): “Debemos amar al alma nacional en las costumbres populares, en los hábitos nobles y sencillos de la gente humilde, en el mate tempranero, si queréis, en el encaje bordado, en el ñandutí florido, trabajado por esa artista gentil, por esa araña diligente de nuestros hogares que es la mujer paraguaya; en el tejido precioso, en el paciente trenzado, en las mieles, en los dulces, en nuestras frutas sabrosas, en nuestras flores sin par. Esto es nacionalismo. Y eso simboliza la bandera nacional”.
En realidad, la bandera paraguaya no representa nada de lo que el romántico Stefanich imagina. Además, buena parte de esta lista ya desapareció o está en vías de extinción. Los encajes se hacen China, el ñandutí florido es un artículo para turistas, las trenzas desaparecieron con nuestras abuelas, los dulces son industriales, las frutas vienen del Brasil y la Argentina, las flores de Ecuador y Colombia. En cuanto a “la araña diligente de nuestros hogares”, hoy día pica fuerte y teje poco.
Los Testigos de Jehová se rehúsan a rendir homenajes a los símbolos patrios, no cantan el himno ni votan. Aducen que se trata de veladas invocaciones a divinidades falsas, como el poder político y el Estado, confirmado por el hecho de que lo que se invoca como patriótico frecuentemente va acompañado del adjetivo “sagrado” y de menciones a Dios, confundiendo del mismo modo que esos embaucadores que apuestan con los transeúntes adivinar debajo de cuál cajita está la moneda. Se alternan las monedas “patria” y “Dios”, “político” y sagrado”, a tal velocidad, que al pueblo crédulo e ingenuo nunca sabe cuál cajita le corresponde a cada uno. En este punto, doy mi “like” a los Testigos.
Lo cierto e incontrovertible es que la cultura humana, íntegra, consiste en un gran sistema de símbolos, desde el lenguaje hasta la ropa que escogemos. Nos sirven para poder representarnos correctamente al mundo en que somos y existimos. ¡Nada menos!