Convenciones y confusiones

La confusión en textos legales suele aprovechar a muchos. Esto hizo que, en nuestro país, la hermenéutica oportunista esté mucho mejor cultivada que la hermenéutica científica. De modo que, si en el ámbito científico la confusión es pésimo obstáculo, en el jurídico suele ser una excelente pértiga.

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Muchos se aprestan a sustituir nuestra actual Constitución lo antes posible. Alegan defectos y obsolescencias. Pero, ¿es cierto que mucho en ella induce a la confusión jurídica? No; no es cierto, aunque con algunas excepciones, como cuando denomina “Comisión Permanente del Congreso” precisamente a la única comisión que no es permanente sino temporal. Tiene deslices como este, inofensivos, mas también alguno que otro con consecuencias jurídicas. El más infortunado es el Art. 229, “De la duración del mandato”, que a lo largo de las dos últimas décadas de vigencia viene siendo más manoseado que dinero en ferias. Mas, en fin, hallar errores es sencillo; repararlos, ya no tanto; prevenir todos, imposible.

La confusión no proviene de la naturaleza de las cosas sino que se opera en la mente humana y se transmite por el lenguaje, en esto coinciden los filósofos que se ocuparon de este tema. “Saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe; he aquí el verdadero saber”. Este proverbio de Confucio fue, posiblemente, el que impresionó más a aquella Miss Panamá, induciéndole a responder a la pregunta “¿Quién fue Confucio?” con un “fue el inventor de la confusión”. No le dieron la puntuación que merecía, pese a haberse aproximado bastante a la verdad.

Una Constitución debe pensarse y recién después redactarse; no se la puede instituir en la mente y transmitirla oralmente. No existe ninguna, actualmente, que sea “no escrita”; ni la inglesa; aunque, como esta, puede consistir en una secuencia de leyes consolidadas a lo largo del tiempo.

De modo que no hay más remedio que pasar todo proyecto de constitución por escrito. Este proceso es peliagudo; deben de leerse todos los proyectos, realizar una sincresis, redactar un texto único final y revisarlo una y otra vez, letra a letra, vocablo a vocablo, frase a frase, con el máximo rigor. Una coma desubicada, una preposición incorrecta, un vocablo ambiguo, y alguien con autoridad suficiente aprovechará la brecha para “interpretar” lo que le convenga.

Y resulta que sortear las trampas de la lengua es tarea complicada; lo dicen los que saben de esto (y los que no saben, no lo saben). Pero, además, el error es humano y es inevitable; por eso, pese a la obtestación que se hizo en el preámbulo de nuestra Constitución del 92, y aun puesto el cuidado que Dios manda en la redacción, se deslizaron fallas.

La próxima Constitución –que algunos ansían locamente se la redacte mañana mismo– será convocada con la patriótica misión de aclarar o corregir algunas disposiciones de la actual, aunque cuidando no desmejorarlas, que es precisamente lo que más hay que temer. En este afán, y con la intención de no errar los tiros, a menudo nos inspiramos en modelos extranjeros, lo cual está bien mas solo para lo esencial; porque, como bien aconsejaba Inodoro Pereyra: “no tenemos que copiar las cosas malas de ajuera; nosotros tenemos que crear nuestras propias cosas malas”.

Y como ya tenemos experiencia en esto último, es fácil temer que, con el cuento de mejorar la actual Constitución, acabemos empeorándola hasta un punto insospechado; porque, una vez instalada una convención investida de superpoderes, ¿qué garantías hay de que las cosas se escriban como un pequeño grupo de bienintencionados pretenderá? Ninguna. La confusión anida en las mentes y la mala intención en las conciencias, como dijimos al principio, de modo que, si una de ellas, o ambas, llegasen a contar con mayoría de votos, se impondrán democráticamente. ¿Convención constituyente? ¡Crucemos los dedos!

glaterza@abc.com.py

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