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El motivo: en la antigua ermita, un pintor del siglo XX, Elías García Martínez, sin ninguna relevancia y cuyas obras no están catalogadas en ningún registro de obras de arte de la península, empujado quizá por alguna promesa, pintó un Ecce Homo en una de sus paredes, donde estuvo en estos últimos ciento cincuenta años, aproximadamente, sin que llamara la atención de nadie. O de casi nadie.
Una mujer del pueblo, de buen corazón, con veleidades artísticas, notó que el tiempo estaba haciendo estragos en aquella imagen por la que sentía alguna devoción. La humedad, la sal que despiden muchas paredes, estaba dañando de manera llamativa la capa pictórica. Cecilia Giménez, tal es el nombre de la verdadera protagonista de esta historia –ya que ha alcanzado hoy más fama que el del propio artista–, pertrechada de los pinceles necesarios y la pintura adecuada, fue allá resuelta a poner término a dicho proceso de deterioro.
Llamativamente, el trabajo de “restauración” hecho por esta mujer, más que ganar la calle, ganó el mundo, ya que no hubo periódico en España y posiblemente en Europa que no haya recogido la historia de doña Cecilia. Fuera de Europa, hasta el “New York Times” le dedicó un artículo a esta pintora aficionada, de 81 años. El periódico madrileño “El País” envió un periodista para que la entrevistara y le respondió: “Solo puedo decir que lo hice. Pero como hacemos los pintores siempre, primero le damos un brochazo a todo y luego lo vamos pintando”. La suerte le jugó una mala pasada: ni bien le dio “los brochazos” necesarios, doña Cecilia se fue de vacaciones un par de semanas. “Y lo dejé así pensando que a la vuelta lo terminaría, pero cuando vine ya se había liado y no me dejaron acabarlo”. El resultado de este “primer brochazo” estuvo más cerca de la herejía que de la restauración. Y el sentido del humor afloró por todas partes. En las redes sociales comenzaron a circular visiones personalizadas del Ecce Homo con la cara de Mesi, de Rajoy, de Chuwaca (el de “La Guerra de las Galaxias”) y muchos otros personajes famosos.
El reflejo al que me refería al comienzo es que, detalle más, detalle menos, se parece a lo sucedido en el templo de Piribebuy, donde un “restaurador”, cepillo de metal en mano, arremetió contra el antiguo retablo de la iglesia, restos de un pueblo franciscano del siglo XVIII. Una excusa puesta por doña Cecilia Giménez fue que el cura párroco sabía de su trabajo pues la vio allí con sus pinceles y sus pinturas varias veces. Ante esta circunstancia, quedan algunas variantes: el cura sabía que aquella pintura carecía de valor artístico y la dejó hacer su trabajo; el cura no sabía nada del valor que pudiera tener esa pintura y pensó que el trabajo de la improvisada restauradora era bueno para la imagen; el cura sencillamente se desentendió del tema para no tener problemas dentro de un pueblo en el que todos se conocen.
El trabajo de “restauración” de Piribebuy, que fue motivo de un juicio a Luis Verón, por haber denunciado el estropicio infame que se estaba produciendo, y al que el afectado le pide 500 millones de guaraníes para dejar en limpio su honor, no llega a tener tales características ya que es evidente que ni el cura párroco de Piribebuy ni el obispo de Caacupé que contrató los trabajos de restauración sabían el valor de la obra en cuestión ni mucho menos conocían la pericia de la persona contratada.
En el pueblo zaragozano de Borja, un vecino rompió lanzas por doña Cecilia Giménez: “La Ceci es todo bondad y ternura. Si ha pintado es porque es muy voluntariosa”. El problema está en que con solo voluntad no nos vamos al cielo.