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Y es que la bioética, al decir del filósofo español Gustavo Bueno, es una disciplina “polarizada gnoseológicamente”. Es decir, no cabría la posibilidad de transportar los dilemas dentro de los límites de un único y exclusivo sistema de fundamentos sin ejercer algún tipo de violencia conceptual. Cuando los muchos expertos que conformaban el grupo de Belmont culminaron sus deliberaciones, a pesar de haber promulgado una Declaración, cada uno, en función de sus intereses, apresuráronse en esbozar y consolidar “el fundamento más adecuado”.
Así, a fuerza de creer y defender que “mi postura es la correcta”, la más “científica” o la “más digna”, surgieron las bioéticas, esto es, posturas adjetivadas.
A pesar de la irrupción de una bibliografía especializada, organización de congresos, encuentros, promoción de expertos y la profusión de maestrías y doctorados, la espectacularidad de la Bioética se eclipsó a la hora de convivir en la disidencia. Y se creyó poder superar esto con la aparición de Manuales de Bioética como si el mismo pudiera congregar en sus entrañas “La Bioética” en su más insondable puridad.
No obstante, las divergencias a la hora de consensuar posturas pervivían. Si bien es cierto que se puede llegar incluso a redactar declaraciones firmadas por grupos heterogéneos, de ningún modo podría significar que los principios que guían tales acuerdos sean compatibles entre sí. No existe unidad bioética, la tan ansiada «Bioética Universal» es una farsa y la supuesta «Bioética sin fronteras», una falacia. Existen «Bioéticas», posturas con apellidos a la luz de diversas doctrinas e intereses. Por eso, la convivencia de un conglomerado de posiciones es el verdadero reto de los bioeticistas, sobre todo de aquellos que creen en el poder del diálogo.
Las ideas de Beauchamp y Childress contenidas en el libro Principios de Ética Biomédica (1979) guardan muy poca relación con los Fundamentos de Bioética (1989) del bioeticista español Diego Gracia. Y ni hablemos del polémico bioeticista estadounidense Tristram Engelhardt y su interesante propuesta esbozada en Los fundamentos de la bioética (1986). Asimismo, el famoso libro de Elio Sgreccia, obispo y teólogo, expresidente de la Pontificia Academia para la Vida, Manual de Bioética (1994) no podría convivir tan siquiera en un estante con Principios de bioética Laica (2004) del filósofo Javier Sádaba. Y en el plano nacional, Enrique de Mestral, bioeticista de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Asunción y su libro Manual de Bioética (2006) guarda pocas coincidencias con Una Bioética Operativa Inclusiva Deliberativa para el Paraguay (2009) de Mariza Amaral.
Estos ejemplos nos muestran, a grandes rasgos, la existencia y convivencia de “posturas” diferentes, incompatibles enteramente entre sí. El modelo ternario de Diego Gracia no es homologable con la propuesta secular de Tristram Engelhardt. La bioética personalista de Elio Sgreccia no comparte absolutamente nada de las propuestas de la “eutanásica bioética laica” de Javier Sádaba. Los postulados bioéticos de Enrique de Mestral, cercanos a la Embriología sagrada (1745) de Francisco Cangiamila, no podrían conectar con las premisas de una bioética operativa.
A pesar de que muchos “expertos” se esfuerzan en ofrecer un “talante armonista”, la pretendida construcción de una disciplina unitaria es quimérica, pues en Bioética hay que tomar partido en función a las necesidades y urgencias que nos interpela día a día.
Por ello, es de suma importancia aclarar desde qué fundamento y/o corriente bioética analizamos, defendemos, condenamos o redactamos las leyes. Así, es deseable presentar un Manual con el apellido correspondiente y así evitar confusiones de índole conceptual.
Tomar postura en Bioética es fundamental y necesario en un mundo cada vez más cosmopolita con visiones y cosmovisiones dispares. Desplegar unos mínimos éticos para dar lugar a la tolerancia en la disidencia es el gran reto de las bioéticas del tiempo presente.
(*) Filósofo, catedrático de la UNA e investigador nivel I del Pronii.
jmsilverouna@gmail.com