Una de las frases acuñadas en los últimos años y que intentan explicar determinados hechos o acontecimientos sociales, políticos, educativos es la "ausencia del Estado".  El miedo a ser víctima de un asalto, de un secuestro, un hecho de corrupción que queda impune, la pérdida de un bien adquirido con esfuerzo y trabajo se presenta  porque el Estado no está en condiciones de ofrecer garantías.

A diario observamos hechos de esta naturaleza, por ejemplo cuando se invade un campo de cultivo para evitar la cosecha; cuando en el Parlamento se aplica la "inmunidad parlamentaria" para ofrecer impunidad a algún diputado o senador sinvergüenza; cuando se traba la aprobación de una ley por meras cuestiones sectarias o cuando una turba impone su decisión por encima de la legalidad.

Nadie le garantiza a un ciudadano, por ejemplo, que podrá enfrentar un litigio judicial y que su caso no será "cajoneado", su abogado "comprado", que el juez  dicte una sentencia traída de los pelos.

No existe en el país institución que garantice a un inversor extranjero que su propiedad será respetada, a menos que tenga el dinero suficiente para pagar la voluntad de toda una maquinaria burocrática y corrupta. Esto incluye también a las fuerzas públicas represivas para las que se convirtió en un muy lucrativo negocio hacer guardias en los campos de cultivo, ya sea para preparar la tierra, sembrar o levantar las cosechas.

La reflexión viene a cuento de un caso, un botón de muestra mínimo, pero ejemplificador al fin, de lo que pasa en las instituciones del Estado. Un vecino de esta ciudad, Andrés Petta, denunció que en el Registro de la Propiedad le borraron un terreno y pusieron a nombre de otro, un acaudalado empresario, presumiblemente con la complicidad de funcionarios del Registro y de una escribanía.

Calificar de "ausente" a un Estado incapaz de ofrecer garantías mínimas para la convivencia pacífica de sus ciudadanos resulta hasta benévolo. Y aunque parezca una contradicción, me inclino a creer que tenemos un Estado inexistente.