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La figura del "padre nuestro Artigas" (uno de los personajes más complejos, interesantes e imprescindibles del proceso revolucionario del Cono Sur) no estuvo ajena a este "viaje del héroe". Los diez años de actuación y protagonismo del caudillo en la revolución oriental (1810 – 1820) plantearon un desafío impostergable para la historia nacional uruguaya: Artigas representaba el líder más importante en esa etapa extraordinaria y fermental pero al mismo tiempo no se lo podía integrar a un relato del pasado circunscripto exclusivamente a los límites del territorio uruguayo.
Cuando Artigas muere en 1850 en los arrabales solitarios de Asunción, un diario paraguayo expresaba con tono lacónico: "Sólo cuatro personas acompañaron a la tumba los restos mortales de quien fuera ilustre caudillo en tierras del Plata, José Artigas. No hubo siquiera cortejo fúnebre para ese oriental que muere justo treinta años después de su expatriación, en la más absoluta pobreza y en el mayor de los desamparos". Y sentenciaba casi con desolación el periódico "mientras tanto, sus compatriotas siguen sin encontrar una fórmula que les permita vivir en paz". En consecuencia, ¿Cómo iba a ser reivindicado como el héroe de la patria un Artigas que fallecía en esas condiciones? ¿Cómo abrazarían los orientales su figura y legado si al decir del diario paraguayo sus compatriotas seguían "sin encontrar una fórmula que les permita vivir en paz?. Porque durante los primeros años de vida independiente Uruguay experimentaba una gran inestabilidad política, continuos enfrentamientos entre blancos y colorados, estaba dividido entre dos gobiernos rivales, se sucedían golpes de Estado, revoluciones y permanentes intromisiones de Argentina y Brasil en sus asuntos internos que arrastraron al Uruguay a participar en la infame Guerra contra Paraguay.
En todo ese tiempo se consolidaba la "leyenda negra de Artigas" perpetrada por el centralismo y oligarquía porteña, fogoneada por las plumas agraviantes de Cavia, Sarratea, Alvear, Rivadavia, Posadas, Pueyrredón Mitre y Sarmiento. A esta leyenda negra, la sucedió la "leyenda de bronce" inaugurada a fines del siglo XIX en la que el General Artigas emergía como elemento de orgullo y religión nacional; era el "padre nuestro Artigas" –como nos cuentan Ovidio Fernández Ríos y Santos Retali–, "señor de nuestra tierra, verbo de la gloria, para la historia un genio, para la patria... un dios".
Cuando en 1911 el Uruguay celebra el centenario de la Batalla de Las Piedras (1811) la sociedad uruguaya, la academia, el Gobierno y la prensa de entonces encuentran el argumento y ocasión perfecta para consolidar con particular énfasis la figura, el ideario y el legado del ya definitivo prócer uruguayo. Asimismo, en 1946 con la promulgación de la ley 10491 que crea el "Archivo Artigas" se da un impulso trascendente a la historia y relato artiguista ya que a través de esta ley se comienza a compilar y publicar "todos los documentos históricos que puedan reunirse en original o copia, relacionados con la vida pública y privada de Artigas, Fundador de la Nacionalidad Oriental y Prócer de la Democracia Americana". En sus 73 años de vida el Archivo Artigas ha editado 36 tomos que dan cuenta de una continuidad en esta labor a la que han acometido todos los Gobiernos uruguayos de todos partidos políticos.
Pero desde la segunda mitad del siglo XX se abre paso la leyenda del hombre, del ser humano, del Artigas de carne y hueso, evidenciándose una creciente hostilidad hacia el bronce legendario de un Artigas sobrehumano y limitado a sus dotes políticas y militares. Hoy el Uruguay comienza a acentuar los atributos humanos del prócer, sus preocupaciones sociales y económicas, su inclinación por los más infelices desde toda su dimensión política, integracionista, federalista, y desde su más genuina sensibilidad social y humana. Y en esta mirada inteligente y acertada, el pueblo artiguista se revela esencial. El historiador uruguayo José Pedro Barrán utilizaba una expresión más que feliz para definir el proyecto artiguista, en el cual el Artigas fue "un conductor y conducido", un líder que es a veces superado por el fervor revolucionario de su pueblo que lo alienta a seguir en su lucha. Un "conductor y conducido", que nunca limitó ni condicionó a su pueblo porque "el protagonismo en ocasiones esenciales, en giros decisivos para la revolución, fue asumido directamente por la sociedad oriental y desde 1813, y sobre todo desde 1815 por su sector mayoritario, las clases bajas".