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El motivo alegado para la propuesta es “fomentar lo nuestro”. Como estribo de apoyo, el proyectista ofrece dos ejemplos: en Colombia ofrecen café y en China té. “¿Por qué no aquí cocido?”, se pregunta, retóricamente. Lo que la argumentación no cita es que en aquellos países (y en la gran mayoría) tales bebidas no son obligatorias. El café no es originario de Colombia ni de América, y la invención del té, en tanto infusión, se lo disputan chinos e indios; aunque son los británicos quienes, con atendibles argumentos, reclaman su paternidad sobre la forma moderna de cultivo, variedades, sabores, preparación y rituales del consumo. El chocolate es originario de México y Guatemala, aunque todavía no mereció allá una ley de consumo forzoso.
Pero hay una información particularmente dramática que atender en este tan abreviado ensayo jurídico-botánico y gastrohistórico: el mate caliente y el tereré son productos de esta tierra, empero, el mate cocido no lo es. El mate cocido, tal como lo conocemos y gustamos actualmente, y mal que pueda pesarnos, al parecer no es un invento paraguayo sino brasileño. ¿Quién lo asevera?
Después de relatar detalladamente cómo se cosecha, se procesa y se consume la yerba mate en el Paraguay, Alfred Demersay escribe, en 1865, esto: “Se puede también, como lo vi en la provincia de San Pablo, beber el mate en infusión teiforme (se utilizan hojas enteras y no pulverizadas). Es una manera que, por mi parte, me parece preferible a la otra (el mate paraguayo). Se evita la aspiración de numerosas partículas de la planta que llegan a la boca a través de la bombilla (…) y -consideración a poner en primera línea- exime de la necesidad de usar un tubo que pasa sucesivamente por los labios de una multitud de individuos”. Así, pues, el naturalista francés no halló al mate cocido en el Paraguay pero sí en San Pablo.
Los caciques aztecas se reservaban el consumo de chocolate; los nobles chinos, el del té, y el emperador, el empleo del color rojo; los filtros mágicos eran privilegio de los reyes europeos medievales, al igual que ciertas medicinas, viandas, bálsamos, perfumes, símbolos, vestidos, adornos y colores. Cuentan que un obispo de Niza, hacia 1750, prohibió que la dieta de los conventos incluyeran alubias, porque creía que promovían impulsos lujuriosos. En la misma época, el Parlamento inglés declaró delito de brujería el empleo femenino de adminículos postizos, tacones altos, bijouterie, baños frecuentes y cierta vestimenta.
Allá por los 60, Stroessner decretó -para fomento de la agricultura- la obligatoriedad de incorporar una proporción de harina de mandioca en la elaboración de panificados. El resultado fue un producto que a los 10 minutos de servido en la mesa se convertía en engrudo, y a la media hora en adoquín. Muchos odontólogos recuerdan con gran nostalgia aquella época dorada de su profesión.
En todas partes y momentos los mandamases se reservaron el privilegio de gozar en exclusividad de los lujos y placeres más deseables, caros y escasos; y no fueron revoluciones sociales las que acabaron por suprimir estas desigualdades sino el contrabando, la falsificación, el plagio metódico y hasta el simple robo. Las revoluciones populares a veces toman atajos impredecibles.
Después de estas modestas disquisiciones resta decidir, de acuerdo con la ratio naturalis encuadrada en la doctrina russoniana, si el buen salvaje de las oficinas públicas debe beber mate cocido en sustitución del cafecito. Los legisladores tendrán la última palabra en esta alternativa crucial.
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