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¿En qué consiste ser paraguayo? Muchos presumieron de dar cuenta de tal cuestión. Algunos ensayaron miniaturas o explicaciones resumidas, otros apuntaron a una síntesis antropológica integral y concluyente. Hay también quien se contenta con chistes más o menos ingeniosos.
En nuestra publicidad de TV se propone una imagen estereotipada de la “paraguayidad”: chicas que danzan descalzas, vestidas con typói y anchas polleras multicolores, con muchachos con sombreros piri y fajas; músicos que ejecutan arpas y guitarras engalanados como ricos peones de estancia argentinos; a veces se complementa con la fugaz imagen de algún asado, flanqueado de platos de mandioca, sopa-paraguay, además de caña o cerveza, todo salpicado con mucha risa, mucha algarabía, muchos pipuu-pipuu, para, finalmente, cerrar con la vista de la bandera nacional ondeando calmadamente en contraste con un cielo límpido. Mucha gente se satisface con este esperpento.
Están, asimismo, los que escogen un solo rasgo de la personalidad para construir sobre él toda su definición. A menudo nos describimos negativamente: el paraguayo nunca fue, es ni será industrioso ni buen comerciante porque carece de talento, de vocación y dedicación para estos oficios. Holgazán, conformista, le importa un bledo el futuro, el suyo ni el de los suyos. Adolece de un sentido del humor primitivo, simple, sin elaboración, contentándose con el ñe’ênga, el “marcante” y los gags más elementales de la comedia. Usa poco o nada la ironía y el doble sentido; y raras veces los entiende. Otras veces nos presentamos con colores vívidos: el paraguayo es generoso y hospitalario, valiente en el combate, sufrido en la labor.
El ilustre literato y sociólogo Ramiro Domínguez –que acaba de dejarnos– distinguía a los paraguayos de la loma y del valle, aseverando que estos últimos, por sus características, son “la reserva moral”, sobre quienes se erigen “los más nobles valores de nuestra nacionalidad”. Esto sucederá, predice, “cuando dejemos de ser adolescentes”. Por su parte, el lúcido Saro Vera nos resumía en antinomias: “los paraguayos somos inteligentes pero no comprendemos; somos sobrios en las palabras pero amantes de la oratoria; activos pero de una sola acción; calculadores pero inmediatistas; desordenados y perfeccionistas; compasivos y crueles; orgullosos y sumisos; idealistas y al mismo tiempo realistas. Le faltó agregar conformista, anárquico, indisciplinado, que odia quejarse de problemas tanto como ama desentenderse de sus obligaciones.
Los cronistas de la época colonial observaron estos mismos defectos y virtudes en el primer mestizo paraguayo. Barret anotaba, en 1909, que “la gente no trabaja, no está hecha para trabajar, le falta alegría, confianza, amor al hogar; le falta el hogar mismo”. Si se compilase una antología de autores respetables, se verificaría que la nota peyorativa predomina sobradamente sobre la encomiástica.
Actualmente, se recalca que, en mayoría, el paraguayo es indiferente ante la suciedad. Convive armónicamente con sus desechos en su propio hogar. Sus hijos juegan en los basurales y se bañan en aguas pútridas. Fuimos así desde el principio, según los cronistas, pero resulta que con el industrialismo y la cultura consumista se potenciaron estos defectos; es decir, hoy somos mucho más puercos que antes. ¿Es un problema de adolescencia cultural?
Paradójicamente, admiramos el aseo y la higiene de otras culturas. Por ejemplo, de los británicos apreciamos el predominio del orden y el respeto en sus costumbres. En 1665, Anthony Wood, un anticuario de Oxford, describía de esta manera a la Corte de Carlos II de Inglaterra: “Aunque pulcros y alegres en apariencia, eran, sin embargo, muy puercos y bestiales, dejando al marcharse su excremento en todos los rincones, en chimeneas, gabinetes, carboneras, bodegas. Toscos, ordinarios, putañeros, vanidosos, vacíos, despreocupados”. Se refería a los nobles; imaginemos la descripción que hubiese convenido a las personas sin alcurnia.
Permanecemos, los paraguayos, en esta (ya muy larga) adolescencia cultural. Tenemos la tarea de hacer crecer al hombre “valle” de Ramiro Domínguez. Él ya no lo va a ver; nosotros y las generaciones actuales, creo que tampoco; sin embargo, es preciso persistir soñando.
glaterza@abc.com.py