Su descenso al lugar de los muertos

El Sábado Santo es un día en que somos invitados a prolongar el espíritu de la jornada anterior. Se trata de un día de silencio, de espera, de meditación y reflexión. La Iglesia permanece junto al sepulcro, en oración, expectante, renovando su confianza en Dios. La meditación gira en torno a la presencia de Jesús en el sepulcro y su descenso al lugar de los muertos.

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Podemos ilustrar el sentido de este día diciendo que “Cristo no está con nosotros”. Atestiguan esto algunos signos muy visibles y significativos: el sagrario en el templo está vacío, no hay mantel sobre el altar, pues no habrá sacrificio eucarístico, tampoco hay celebración comunitaria alrededor de la Palabra ni se reparte la comunión, excepto como viático. Jesús descendió al lugar de los muertos, allí donde desde los patriarcas, todos los fieles del Señor aguardan la redención.

Sin una actitud de fe, se podría decir que es hasta un clima de fracaso, de derrota, de desesperanza. Pareciera el triunfo de la muerte sobre la vida. Fue esta la actitud de los discípulos, e incluso la de las mujeres que atentas al lugar de la sepultura, consideraban a Jesús como un muerto. La esperanza en la llegada del Reino de Dios, el triunfo del mesías, la liberación de los oprimidos, una vez más quedaban relegados. El miedo se apodera de los seguidores del maestro, no hay seguridad, no hay victoria sobre las fuerzas del mal. Sin embargo, en medio de todo esto, otra imagen silenciosa, prudente, contemplativa se constituye en ícono de la confianza puesta en Dios: María, la madre dolorosa, que vio morir a su Hijo en la cruz, sabe que el Poderoso puede hacer grandes cosas. Acompañando a María, la humanidad se mantiene en la esperanza, la Iglesia aguarda la manifestación de Aquel para quien nada es imposible. Desde el silencio del corazón de la Madre de dolores, nuestro silencio se vuelve esperanzado, fecundo, atento al poder del Dios de la Vida.

Junto a la Madre dolorosa 

Si bien el Sábado Santo carece de una celebración propia, la invitación es mantenernos en oración. Nuestro Rey y mesías está en el sepulcro, pero sus gestos y enseñanzas se mantienen vivos en el corazón. Aunque no existe una narración bíblica sobre la actitud de la Virgen María en estas circunstancias, podemos estar seguros de que ella acompaña con una honda esperanza los sucesos de estos días santos. Más aún, la primera invitada a abrazarse a Cristo Jesús y la última que lo acunó en sus brazos en el descenso de la cruz, acompaña todavía a los amigos de su Hijo, que a diario se cruzan con las sombras de la muerte.

En la casi inadvertida compañía de María, el pueblo fiel hace también su proceso de caminata en la esperanza. Nuestra vida de jóvenes discípulos del Señor, es convocada a estar también al lado de los que se ven impedidos de crecer en el bienestar. Es en este día, junto al sepulcro, orando, meditando, escuchando la voz del Señor, podemos fortalecer nuestra esperanza, podemos renovar nuestra fe, y con fuerza, disponernos a proclamar la grandeza del Todopoderoso.

Hoy es tiempo de acompañar a aquellos que experimentan el dolor por las pérdidas de seres queridos. De la mano de María ayudar a paliar el dolor de madres que han perdido hijos, de familias enteras que se han disgregado en busca de nuevos horizontes. En el lugar de los muertos, los que pusieron su confianza en el Señor, aguardaban la redención. Desde tantas situaciones de muerte que conocemos y contemplamos a diario, las personas de nuestro tiempo claman por un signo que les devuelva la esperanza. Ese signo está en quien se abraza a Cristo, y decide emprender un camino distinto, nuevo, el camino de la esperanza en el Dios de la Vida. De la mano de María, la dolorosa, busquemos ser ese signo de vida para quien clama por redención.

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