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La confirmación del problema representó una ruptura en la familia. Mientras la madre buscó ayuda profesional para intentar reencauzar a su hijo, las peleas entre el adicto y los cuatro hermanos mayores, siempre prestos a recriminar y a castigar al menor, se intensificaron. El padre, a su vez, se negó a intervenir. “Que se joda. Si se quiere hundir, que se hunda”, dijo tras alegar que se había sacrificado suficientemente por educarlo y que si él tomó la decisión de desperdiciarlo todo, era su problema.
Sola y desamparada, decidió retirar al chico del colegio privado al que asistía para evitar que recayera en la adicción y pidió permiso en su trabajo para acompañarlo en el tratamiento ambulatorio, porque no hay lugar para internarlo en el CNCA. “Particular es imposible”, dijo al ser consultada sobre el tratamiento en un centro privado, pues el sueldo mínimo que gana no alcanza para pagar los G. 5 millones que le pidieron en local consultado, el más barato que encontró.