El sepulcro y la resurrección

“Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos. Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso”. Estas palabras pertenecen al Credo, una de las principales oraciones de la Iglesia Católica. Recogen la doctrina de esta acerca del tiempo en que Jesucristo había muerto en la Cruz y no había aún Resucitado, que es el momento que se conmemora este día.

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Este es el día de espera litúrgica por excelencia, de espera silenciosa junto al sepulcro que se manifiesta no solo en la ausencia de celebraciones o símbolos visibles en las iglesias: el altar está desnudo, las luces apagadas. Culmina con la Vigilia Pascual, ya anochecido el día.

Significado del día

Es un día de meditación y silencio. Algo parecido a la escena que describe el libro de Job, cuando los amigos que fueron a visitarlo, al ver su estado, se quedaron mudos, atónitos ante su inmenso dolor: “se sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande” (Job 2,13).

Eso sí, no es un día vacío en el que “no pasa nada”. Ni una repetición del Viernes. La gran lección es esta: Cristo está en el sepulcro, ha bajado al lugar de los muertos, a lo más profundo adonde puede bajar una persona. Y junto a Él, como su Madre María, está la Iglesia, la esposa. Callada, como él.

El Sábado Santo está en el corazón mismo del Triduo Pascual. Entre la muerte del Viernes y la resurrección del Domingo nos detenemos en el sepulcro. Un día puente, pero con personalidad. Son tres aspectos -no tanto momentos cronológicos- de un mismo y único misterio, el misterio de la Pascua de Jesús: muerto, sepultado, resucitado: “Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo... Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, es decir, conociese el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la cruz y el momento en que resucitó.

Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba manifiesta el gran reposo sabático de Dios después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz al universo entero”.

La soledad de María

El seguidor de Cristo conmemora la Soledad de María después de llevar al sepulcro a Cristo, quedando en compañía del apóstol Juan. Pueden ser expuestas en la Iglesia, a la veneración de los fieles, la imagen de Cristo crucificado, o en el sepulcro, o descendiendo a los Infiernos, ya que ilustran el misterio del Sábado Santo. El Viernes Santo y casi todo el Sábado Santo la Iglesia se abstiene del sacrificio de la Misa. La Sagrada Comunión puede darse solamente como viático. No se celebran el sacramento del matrimonio, ni la administración de otros sacramentos, a excepción de la penitencia y la unción de los enfermos.

Hasta la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, se llamaba a este día Sábado de Gloria, pues la celebración de la Resurrección (la Vigilia Pascual) tenía lugar ya en la mañana del sábado. Hoy, celebrándose la Vigilia más razonablemente en horas de la noche, el Sábado Santo significa para el cristiano más como un día de silencio y recogimiento, pero silencio expectante por la gran celebración que tendrá lugar unas horas más tarde.

Los sentimientos del día

La serenidad es la nota específica de los sentimientos que suscita la muerte del Señor, serenidad en la espera. Hay cuatro imágenes, que con sus figuras nos pueden representar el misterio del Sábado Santo:

-a. La cruz alzada con el crucificado, signo de amor y triunfo, que fue venerada en el centro de la celebración litúrgica postmeridiana del Viernes Santo, imagen a la que se tributa culto de adoración, doblando la rodilla;

-b. La imagen de Jesús yacente en el sepulcro;

-c. el icono oriental del descenso de Cristo al lugar donde le esperan todos los que ansiaban la redención,

-d. la imagen de la Virgen después de la muerte de su Hijo.

Si es verdad que hay un “Viernes de Dolores” -el viernes precedente al Domingo de Ramos- el ritmo interno de la liturgia invita al cristiano a acompañar a María en su serena soledad y en su confiada espera tras la muerte del Hijo.

La Pietá de Miguel Ángel recoge el momento de la XIII estación del Vía Crucis: Jesús en brazos de María tras el descendimiento de la Cruz. Nada dicen los textos evangélicos de esta escena.

Pero esa escena creada no es una escena fingida. No se puede cortar alas al amor. Lo que esa escena representa es real: el volcarse de una Madre sobre el Hijo muerto. El artista, en este caso, ha llamado a la belleza y ha querido plasmar en el rostro de María la eterna juventud que es el amor, y esa misma juventud inviolada en el rostro del Hijo. Ya el cuerpo ha sido entregado a Dios y no queda ningún dolor. Ahora todo se concentra en una plácida contemplación, que rezuma serenidad.

La imagen de Miguel Ángel no es la Dolorosa –la de los siete puñales en el pecho– ni es tampoco la Soledad. Es la Virgen de la Piedad; es la Virgen que sin reproche a nadie contempla, extasiada, el cuerpo de Dios Hijo, que el Padre ha recibido. Es la Virgen de la consagración del dolor en la playa apaciguada de su corazón.

victorluisc@hotmail.com

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