El dolor y la esperanza cristiana

El Viernes Santo es un día de intenso dolor, pero dolor dulcificado por la esperanza cristiana. Al morir Jesús, confiando su persona y su destino final al Padre, muestra que la muerte no es final del camino para nadie y que es Dios el Señor de la vida y de la muerte, el que luego lo liberará de la tumba.

/pf/resources/images/abc-placeholder.png?d=2074

Cargando...

La devoción a la Pasión de Cristo está fuertemente arraigada en la piedad cristiana. Se practicaba ya en la Iglesia primitiva, e incluso se encuentra en los escritos del Nuevo Testamento. La peregrina Egeria, describiendo las ceremonias del Viernes Santo en Jerusalén el año 400 de nuestra era, nos ha dejado un relato vivaz y conmovedor de la reacción de los fieles ante las lecturas de la Pasión. La peregrina Egeria escribía en su diario: “Es impresionante ver cómo la gente se conmueve con estas lecturas, y cómo hacen duelo. Difícilmente podréis creer que todos ellos, viejos y jóvenes, lloren durante esas tres horas, pensando en lo mucho que el Señor sufrió por nosotros”.

La liturgia del Viernes Santo presenta una síntesis de los mejores contenidos de la devoción a la Pasión de Cristo. Ahí está el espíritu de la Iglesia primitiva con su énfasis en la gloria de la cruz; ahí el realismo, ternura y compasión de la Edad Media. Los contenidos de todas las épocas, la piedad de la cristiandad oriental y la de la occidental se entrelazan de alguna manera para formar un todo armónico.

Siete palabras de Jesús

1. Lucas 23,34. “Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Las primeras palabras de Jesús fueron coherentes con respecto a todo su ministerio público: traer perdón. Estos son los grupos que representaban a quienes Jesús perdonó:

a. perdonó a los que meneaban la cabeza como diciendo se lo merece y los estaban crucificando;

b. perdonó a los que seguían pidiendo señales, si pasa tal cosa creeremos, si baja de la cruz creeremos;

c. perdonó a los que decían lo mismo pero insultándolo por su situación. Muchas personas dicen que si Dios hace algo portentoso, milagroso, creerán. Esto no es ninguna novedad (ver en Lucas 16, 29-31, en la historia de Lázaro y el rico). Aun si alguien se levanta de entre los muertos no creerán. Si el hombre cierra sus oídos a las Escrituras, ni aun los actos milagrosos tendrán efecto.

2. Lucas 23, 43. “Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

El contexto es el ladrón elevando una súplica “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Jesús responde con una de las más hermosas y definidas promesas bíblicas. La salvación no dependía de las obras del ladrón de quien ni se conoce el nombre. El ladrón reconoció su situación y la de Jesús. Se destaca su fe, no se valió de milagros, no pidió bendiciones especiales... solo dijo que “recibimos lo que merecieron nuestros actos”. En realidad, el ladrón hizo una oración de arrepentimiento particular, y obtuvo una palabra de esperanza que lo condujo a la salvación. En Jesús encontramos salvación, solo en Él tenemos esta promesa.

3. Juan 19, 26-27- “Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”.

En el Nuevo Testamento, la Iglesia, el nuevo Israel, es presentada por varios símbolos: ciertamente el de esposa (Ef 5, 21-33) y el de hijo que puede llamar papá a Dios (Gál 4, 6-7), pero también el de madre, como aquí en la cruz. María, la madre de Jesús, la mujer nueva de la historia, simboliza la Iglesia que nos engendra a la fe, a la esperanza y al amor de Dios. A su vez, el discípulo amado representa a la Iglesia que día tras día engendra mediante la palabra y el sacramento. De modo que la Iglesia es madre como María e hijo como el discípulo amado. Cristo en la cruz regala a la Iglesia, simbolizada en María, un atributo de Dios: el ser padre, el ser madre de los creyentes, de la humanidad.

4. Mateo 27, 46 (Marcos 15, 34). “Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.

Las palabras de Jesús son las primeras palabras de un salmo lamentación que concluye con una acción de gracias a Dios. Por eso es necesaria interpretarlas en el conjunto de este salmo que, en última instancia, es un canto de esperanza dentro del dolor y la persecución. Las palabras de Jesús no eran blasfemas, sino expresión del sufrimiento del justo como experiencia de abandono de Dios. Las palabras de Jesús manifiestan su angustia profunda, pero reflejan también su oración confiada.

El que ora no rechaza a Dios, sino que deja que Dios sea Dios en él; él ora, cumple la voluntad de Dios. Jesús se pone en las manos de Dios, su Padre, y acepta sus designios para Él. Ni la desesperación, ni la rebelión contra Dios, ni la protesta airada hacen mella en la conciencia de Jesús.

En efecto, Jesús sigue dialogando con Dios su Padre; sigue hablando a Dios su Padre; sigue dirigiéndose a Él; sigue confiándose a Él. Jesús sabe que su Padre le responderá a su tiempo y en su momento. Por eso, Jesucristo no fue derrotado, ni acabó en un fracaso total, ni sucumbió a la desesperación. En medio del dolor, Jesús espera en el Padre.

5. Juan 19, 28. “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed”.

Hablar de la “sed” de Dios no implica una carencia en la divinidad. Por el contrario, es una imagen de la excesiva plenitud del amor de Dios, un amor que anhela atraernos hacia el abrazo divino, incluso al precio de la sangre de Cristo. El primer aspecto que se hace evidente al analizar el lamento de sed de Jesús en la Cruz (Jn 19, 28), es que, como afirma Madre Teresa, Su intención primaria no era la búsqueda de agua para beber, aún cuando su sed física puede haber sido tremenda (y así puede decirse que sirvió como una expresión más amplia de su sed interior).

En ningún momento, y particularmente no en este “bautismo” que Él anhelaba cumplir, se había quejado de sus necesidades personales. Con estas palabras Jesús estaba señalando un misterio más allá del dolor físico de su Pasión. De todas las palabras que Jesús pronunció en el Calvario, estas son las únicas que Juan pone por separado, como si estuvieran, con su propio prefacio, relacionadas con la conciencia interior de Jesús y su intención al pronunciarlas: “sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: “Tengo sed”.

Los biblistas concuerdan en que de entre las referencias posibles, Juan señala al pasaje del mesiánico Salmo 69: “Espero compasión, y no la hay alguien que me consuele y no encuentro ninguno..., en mi sed me han abrevado con vinagre”. La primera conclusión que puede extraerse de este verso con relación a Jn 19, 28, es que la sed de Jesús en la Cruz está dirigida principalmente a la humanidad. El salmo que Juan conecta de manera directa con la Pasión de Jesús refiere proféticamente los sufrimientos que tendría que soportar el Mesías. La primera parte de los versos pareados en cuestión hablan de su anhelo por el amor de su pueblo: un amor desinteresado; un amor por su propio bien, expresado como “simpatía” o “compasión”.

La segunda parte compara los sufrimientos y el rechazo que el Mesías habría de soportar cuando se le niega el agua a un hombre sediento, añadiendo que, en su lugar se le ofreciera vinagre: “en mi sed me han abrevado con vinagre”.

6. Juan 19, 30. “Cuando Jesús probó el vinagre, dijo: Todo está consumado. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”.

Todo se ha consumado. Jesús ha corrido su carrera; ha cumplido su misión; ha guardado todo lo que el Padre le había encomendado. Ha realizado fielmente el designio y la obra del Padre. Ahora llegó el momento final. Ahora tendrá lugar su Pascua, es decir, su vuelta a la casa del Padre de donde salió para conducir a los hombres hasta ella.

Es verdad que “esta vuelta a la Casa de donde salió” tiene un camino peculiar. Cristo ha de adentrarse por los caminos de la Pasión y de la cruz; Cristo ha de pasar por el desfiladero angosto y doloroso de la Pasión para llegar a la Casa del Padre, en la que “preparará un sitio, porque quiere que donde está Él, estén también todos un día”. Tú lo sabes, Señor, todo está cumplido, dice Jesús suspendido de la cruz.

7. Lucas 23, 46. “Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró”.

Jesús no muere ni rebelándose contra Dios ni blasfemando contra Él. Jesús no muere insultando a los que lo han crucificado. Jesús muere confiándose a las manos de Dios, su Padre. Jesús ha cumplido la obra que le encomendó el Padre.

Ya puede morir tranquilo y en paz y hacer suyas las palabras del salmista: “en paz me acuesto y enseguida me duermo, pues sólo tú, Señor, me asientas en seguro” (Sal 4, 9). Jesús puede dormir y descansar en paz. En Él se cumplen las palabras del salmista: “su carne descansará segura porque Dios no lo entregará a la muerte ni dejará a su fiel conocer la corrupción” (Sal 15, 10).

Jesús es dueño de sí hasta el mismo final de la muerte, “sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía” (Jn 13, 13), se dispone a entregar su espíritu en las manos del Padre, a confiarle su vida, su alma, su ser entero.

Al morir Jesús entregando su alma entre las manos del Padre, Jesús muestra que es necesario dejar a Dios ser Dios en el hombre, en la historias, en la muerte. Al morir Jesús confiando su persona y su destino final al Padre, muestra que la muerte no es final del camino para nadie. Más allá de la muerte está Dios que es el Señor de la vida y de la muerte, y que Él espera en el momento de mayor soledad del hombre para liberarlo de la muerte.

victorluisc@hotmail.com

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...