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En cuanto a la liturgia, manda que sea leída la lectura de la Pasión, que ya fue proclamada el Domingo de Ramos, sin embargo, la del Viernes Santo está mandado que sea siempre la del Evangelio de San Juan (Cf. Jn 18,1-19,42).
En este día se presenta la connotación especial del silencio que se expresa desde el mismo modo del inicio del acto. Los ministros se dirigen al altar en silencio. No hay canto de entrada. El altar está despojado de todo. Y la entrada de los celebrantes se hace con una postración o al menos con arrodillarse.
Si bien es cierto que estas actitudes y gestos con el ambiente silencioso demuestran como tristeza; sin embargo, más que la tristeza la Iglesia lo que propicia es la gran veneración y la centralización en la entrega suprema de Jesús el Salvador, quien “se entrega” hasta la muerte y muerte en la cruz, que no es una muerte cualquiera, sino la muerte que seguía a todo un protocolo establecido para quien resultaba culpable por graves crímenes. Era una muerte que se tomaba como ejemplar. Era una ejecución pública. Era una muerte que llevaba consigo un mensaje para toda la sociedad. Este concepto estaba protocolizado en la época y en esa sociedad.
De parte de Jesús, ciertamente su muerte resultó ejemplar, pues mediante ella la humanidad entera tuvo un testimonio elocuente de lo que significa el amor más grande: hasta dar la vida.
El relato de la Pasión de San Juan nos presenta algunas notas significativas. Jesús sufre, pero en medio de ello sorprende por su entereza y fuerza para desafiar la crueldad y la mentira que envuelven todo el proceso que lo llevó hasta ahí.
Esta presencia se identifica con la misma manera de responder de sí que tiene Jesús. En todo el Evangelio de Juan, Jesús utiliza varias veces la forma personal de referirse: Yo soy. Y, al presentarse así, de igual forma se ofrece, se entrega, se vuelve respuesta para la pregunta existencial que tiene la humanidad. En el pasaje que relata la Pasión también Jesús en varios momentos se proclama con la misma presentación. Y, es que Él es. Es el que ama hasta el extremo. Es el que no le teme a la fuerza que demuestran quienes vienen a prenderlo, es el que da orientaciones precisas a pesar de estar en situación de preso: “vuelve la espada a la vaina”. Declara su voluntad plena de beber el cáliz porque sabe cuál es la misión que tiene.
Al momento de prender a Jesús llamamos la atención sobre los objetos que se describen tenían en las manos quienes vinieron a tomarlo: el texto señala que vinieron con linternas, antorchas y armas y, añadimos otros elementos que se señalan en los otros evangelios que son espadas, palos. Vienen a tomar preso a alguien que ha sido vendido por dinero y el que lo entregó lo hizo con un beso, de esta manera se describe la oposición con Jesús y su plan: armas, dinero, engaños son los medios con los cuales la historia de la humanidad ha manchado de sangre la relación con sus hermanos.
Esa crueldad y confrontación la sufre el Señor cuando viene a enseñar el camino del amor. Sin embargo, el hombre le juega con la carta con que siempre juega y se juega. Son los medios con que se apodera de todo y así escribe la triste y vergonzosa realidad humana que queda plasmada en las crónicas de la historia. Es el fiel reflejo de lo que el ser humano, lejos de Dios puede hacer: sólo destruir y matar, convirtiéndose en un insaciable monstruo que devora a sus hermanos, destruyendo incluso su propio hábitat.