Separación entre Iglesia y el Estado

La libertad cristiana, así como la separación de la Iglesia del Estado, fueron dos importantes consecuencias de la reforma protestante que surgió con Martín Lutero (1483-1546), expresó ayer el pastor Ricardo Becker, durante el conversatorio interconfesional que se realizó en el salón de la Bicameral del Congreso. Del mismo participaron referentes de la Iglesia Católica y de las ramas evangélicas.

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Explicó que la libertad cristiana fue consecuencia del concepto de la salvación por la gracia, que dice que cada cristiano es señor y siervo de todas las cosas y al mismo tiempo está sujeto y supeditado a todos y a todas las cosas. “Es decir, solo por la fe en Dios, cada cristiano es libre de todo, pero por el amor es un ser sujeto a todo”, indicó.

Agregó que el movimiento de Lutero también contribuyó a la traducción de la Biblia a varios idiomas, logrando con eso que cada ser humano tenga derecho a leer y estudiar libremente las Sagradas Escrituras.

El concepto del sacerdocio universal es otro aspecto que apuntó Lutero. En ese sentido, resaltó que cada cristiano es sacerdote para el otro por institución en el mismo bautismo. Existe también el sacerdocio ordenado que es para enseñar y administrar los sacramentos. Instaló igualmente el concepto de la familia pastoral y la separación de la Iglesia del Estado porque ambas instituciones persiguen objetivos distintos.

La actitud Católica frente a la Reforma en los Concilios de Trento y Vaticano, y en la Declaración conjunta de la justificación

Sala Bicameral del Congreso Nacional

31 de agosto de 2017

Pbro. Dr. César Nery Villagra Cantero

La Reforma Protestante, o simplemente Reforma, es el movimiento cristiano iniciado en Alemania en el Siglo XVI por Martín Lutero que llevó a una separación de la Iglesia Católica para dar origen a numerosas iglesias y organizaciones agrupadas bajo la denominación “protestantismo”.

1. La actitud Católica en los Concilios de Trento y Vaticano II

El movimiento reformador en Alemania exigía la celebración de un concilio para la reforma de la Iglesia. Después de varios intentos, el Concilio convocado el 30 de noviembre de 1544 con la bula “Laetare Ierusalem” se inauguró el 13 de diciembre de 1545 con presencia católica exclusivamente. En vista que se aproximaba el escenario de la guerra de “Esmalcalda”, que había estallado en julio de 1546, el concilio se aplazó el 11 de marzo de 1547 trasladándose a Bologna. El Papa Julio III, el 14 de noviembre de 1550, mediante la bula “Cum ad tollenda” dispuso el regreso del Concilio a Trento, donde el 1 de mayo de 1551 se inició el segundo período de sesiones tridentinas. Fracasaron las negociones para la unión con los protestantes que se hallaban en Trento desde 1552, porque el Concilio volvió a suspenderse el 28 de abril de 1552 a causa de la rebelión del príncipe elector Mauricio de Sajonia. Después de múltiples trastornos políticos, Pio IV dispuso el 29 de noviembre de 1560, con la bula “Ad ecclesiae régimen”, la continuación del concilio, cuyo tercer período de sesiones trindentinas se inició el 18 de enero de 1562. Las deliberaciones terminaron solemnemente el 4 de diciembre de 1563.

Entre los temas tratados cabe mencionar el Decreto sobre la Sagrada Escritura y la tradición; decreto sobre el pecado original, decreto sobre la justificación, sobre los sacramentos en general, sacramentos en particular: bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, unción de los enfermos, etc.

El Concilio Ecuménico Vaticano II fue un concilio pastoral que debía conducir al aggiornamento de la vida eclesial. El programa lo formuló el Papa Juan XXIII en su primera Encíclica “Ad Petri Cathedram” del 29 de junio de 1959. Se trataba de profundizar en la vida cristiana, de adaptar las instituciones de la Iglesia a las necesidades de los tiempos, de fomentar la unidad de los cristianos, aspecto que no se logró en el Concilio de Trento, y, además, consolidar el vigor misionero de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II ha dedicado todo un documento sobre el ecumenismo, el Decreto “Unitatis redintegratio” del 21 de noviembre de 1964. Se trataba, en efecto, de promover la reconstrucción entre todos los cristianos, pues la división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo.

2. La actitud Católica en la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación

La doctrina de la justificación tuvo una importancia capital para la Reforma luterana del siglo XVI y es un tema que ocupa un lugar preponderante en el diálogo oficial luterano y católico romano. Una de las finalidades de la presente declaración conjunta es demostrar que a partir de este diálogo, las iglesias luteranas y católica romana se encuentran en posición de articular una interpretación común de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo. Se trata de un consenso sobre ideas básicas de la mencionada doctrina y demostrando que las diferencias subsistentes ya no dan lugar a condenas doctrinales.

La presente Declaración conjunta se funda en la convicción de que al superar las cuestiones controvertidas y las condenas doctrinales de antaño se abren nuevos puntos de vista para recorrer nuevos caminos y superar la división.

El mensaje bíblico de la justificación

 La Sagrada Escritura tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento habla del pecado humano como desobediencia y de la justicia y del juicio de Dios. En el Nuevo Testamento, se alude de diversos modos a la “justicia” y a la “justificación” en los Evangelios de San Mateo, San Juan y en la Carta a los Hebreos y Santiago. San Pablo también describe de diversas maneras el don de la salvación en sus cartas hablando dela “libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gál 5,1-13); “reconciliación del hombre con Dios” (2 Cor 5,18-21); “paz con Dios” (Rom 5,1); “nueva criatura” (2 Cor 5,17); “vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom 6,11-23) y “santificados en Cristo Jesús” (1 Cor 1,2 y 1,31; 2 Cor 1,1). A la cabeza de todas ellas está la “justificación” del pecado de los seres humanos por la gracia de Dios por medio de la fe (Rom 3,23-25).

San Pablo asevera que el evangelio es poder de Dios para la salvación de quien ha sucumbido al pecado, mensaje que proclama que “la justicia de Dios se revela por fe y para fe” (Rom 1,16-17) y ello concede la justificación (Rom 3,21-31). Todo ser humano necesita de la justicia de Dios en razón de que “todos pecaron” y, por tanto, están fuera del alcance de la gloria de Dios (Rom 1,18; 2,23; 3,22). San Pablo toma el modelo de Abrahán, el cual creyó y su fe le fue anotada en su haber; es modelo en cuanto que la fe del creyente será reconocida como justicia a todo aquel que, como Abrahám, crea en la promesa de Dios (Rom 1,17), pues el “justo vivirá por la fe” (Hab 2,4; Gál 3,11).

En las Cartas paulinas, la justicia de Dios es también poder para aquellos que tienen fe (Rom 1,17 y 2 Cor 5,21). Así, Cristo es “justicia de Dios” para el creyente (2 Cor 5,21). La justificación nos llega a través de Cristo Jesús “a quién Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Rom 3,2).

La justificación es perdón de los pecados (Cf. Rom 3,23-25; Hch 13,39; Lc 18,14), liberación del dominio del pecado y de la muerte (Rom 5,12-21) y de la maldición de la ley (Gál 3,10-14) y aceptación de la comunión con Dios. La justificación nos une a Cristo, a su muerte y a su resurrección (Rom 6,5).

Los justos viven por la fe que proviene de la palabra de Cristo (Rom 10,17) y que obra por el amor (Gál 5,6), que es fruto del Espíritu (Gál 5,22), pero como los justos son asediados desde dentro y desde fuera por poderes y deseos (Rom 8,35-39 y Gál 5,16-21) y sucumben al pecado (1 Jn 1,8 y 10) deben escuchar una y otra vez las promesas de Dios y confesar sus pecados (1 Jn 1,9), participar en el cuerpo y la sangre de Cristo y ser exhortados a vivir con justicia, conforme con la voluntad de Dios. El apóstol Pablo afirma en la carta a los romanos que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Rom 8,1) y en quienes Cristo vive (Gál 2,20); pues por la justicia de Cristo “vino a todos los hombres la justificación que produce vida” (Rom 5,18).

La doctrina de la justificación en cuanto problema ecuménico

En el siglo XVI, las divergencias en cuanto a la interpretación y aplicación del mensaje bíblico de la justificación no solo fueron la causa principal de la división de la iglesia occidental sino también dieron lugar a las condenas doctrinales. Por tanto, una interpretación común de la justificación es indispensable para superar esa división.

El diálogo ecuménico establecido después del Concilio Vaticano II ha permitido llegar a una convergencia notable respecto a la justificación, cuyo fruto es la presente declaración conjunta que recoge el consenso sobre los planteamientos básicos de la doctrina de la justificación. Por eso, las respectivas condenas doctrinales del siglo XVI ya no se aplican a los interlocutores de nuestros días.

La interpretación común de la justificación

Las iglesias luterana y católica romana han escuchado juntas la buena nueva proclamada en las Sagradas Escrituras. Esta escucha común, junto con las conversaciones teológicas mantenidas en los últimos años, forjaron una interpretación de la justificación que ambas comparten. Dicha interpretación engloba un consenso sobre los planteamientos básicos que, aunque difieran, las explicaciones de las respectivas declaraciones no contradicen.

En la fe, juntos tenemos la convicción de que la justificación es obra del Dios Trino. El Padre envió a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores. Entonces, fundamento y postulado de la justificación es la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. Por tanto, la justificación significa que Cristo es nuestra justicia, en la cual compartimos mediante el Espíritu Santo, conforme con la voluntad del Padre. Juntos confesamos: “Solo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras (este párrafo, 15, es el punto clave del documento).

Todos los seres humanos somos llamados por Dios a la salvación en Cristo, Solo a través de Él somos justificados cuando recibimos esta salvación en fe. La fe es en sí don de Dios mediante el Espíritu Santo que opera en palabra y sacramento en la comunidad de los creyentes y que, a la vez, les conduce a la renovación de su vida que Dios habrá de consumar en la vida eterna.

El mensaje de la justificación establece que, en cuanto pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y la misericordia renovadora que de Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio cualquiera que este sea.

Por consiguiente, la doctrina de la justificación constituye un criterio indispensable que sirve constantemente para orientar hacia Cristo el magisterio y la práctica de nuestras iglesias. Luteranos y católicos compartimos la meta de confesar a Cristo en quien debemos creer primordialmente por ser el solo mediador (1 ti 2,5-6) a través de quien Dios se da a si mismo en el Espíritu Santo y prodiga sus dones renovadores.

Explicación de la interpretación común de la justificación

La impotencia y el pecado humanos respecto a la justificación

El pecador no puede acceder a la salvación por sus propios medios, pues la justificación es obra de la sola gracia de Dios. Por eso, en la confesión conjunta, cuando los católicos afirman que el ser humano “coopera”, aceptando la acción justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que procede de la innata capacidad humana.

Según la enseñanza luterana, el ser humano es incapaz de contribuir a su salvación porque en cuanto pecador se opone activamente a Dios y a su acción redentora. Los luteranos no niegan que una persona pueda rechazar la obra de la gracia, pero aseveran que solo puede recibir la justificación pasivamente, lo que excluye toda posibilidad de contribuir a la propia justificación sin negar que el creyente participa plena y personalmente en su fe, que se realiza por la Palabra de Dios.

La justificación en cuanto perdón del pecado y fuente de justicia

Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo.

Cuando los luteranos ponen énfasis en que la justicia de Cristo es justicia nuestra, por ello entienden insistir sobre todo en que la justicia ante Dios en Cristo le es garantida al pecador mediante la declaración de perdón y tan solo en la unión con Cristo su vida es renovada. Cuando subrayan que la gracia de Dios es amor redentor (“el favor de Dios”) no por ello niega la renovación de la vida del cristiano.

Cuando lo católicos hacen hincapié en la renovación de la persona desde dentro al aceptar la gracia impartida al creyente como un don, quieren insistir en que la gracia del perdón de Dios siempre conlleva un don de vida nueva que en el Espíritu Santo se convierte en verdadero amor activo. Por tanto, no niegan que el don de la gracia de Dios en la justificación sea independiente de la cooperación humana.

Justificación por fe y por gracia

Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo. Por obra del Espíritu Santo en el bautismo, se le concede el don de salvación que sienta las bases de la vida cristiana en su conjunto. La fe se hace activa en el amor y, entonces, el cristiano no puede ni debe quedarse sin obras, pero todo lo que en el ser humano antecede o sucede al libre don de la fe no es motivo de justificación ni la merece.

Según la interpretación luterana, el pecador es justificado sólo por la fe (sola fidei). Ahora bien, la renovación de la vida proviene del amor que Dios otorga al ser humano en la justificación. Por tanto, justificación y renovación se hacen una en Cristo quien está presente en la fe.

En la interpretación católica también se considera que la fe es fundamental en la justificación. Porque sin fe no puede haber justificación. En la justificación, el justo recibe de Cristo la fe, la esperanza y el amor, que lo incorporan a la comunión con él. Esta nueva relación personal con Dios se funda totalmente en la gracia y depende constantemente de la obra salvífica y creativa de Dios misericordioso que es fiel a sí mismo para que se pueda confiar en él. La enseñanza católica pone énfasis en la renovación de la vida (fe, esperanza y amor) por la gracia justificadora que siempre depende de la gracia insondable de Dios y no contribuye en nada a la justificación de la cual se podría hacer alarde ante Él (Rom 3,27).

El pecador justificado

Juntos confesamos que en el bautismo, el Espíritu Santo nos hace uno en Cristo, justifica y renueva verdaderamente al ser humano, pero el justificado, a lo largo de toda su vida, debe acudir constantemente a la gracia incondicional y justificadora de Dios; debe pedir perdón a Dios todos los días, como en el Padrenuestro (Mt 6,12) y es llamado incesantemente a la conversión y la penitencia, y perdonado una y otra vez.

Los luteranos entienden que ser cristiano es ser “al mismo tiempo justo y pecador”. El creyente es plenamente justo porque Dios le perdona sus pecados mediante la Palabra y el Sacramento, y le concede la justicia de Cristo que él hace suya en la fe. No obstante, el pecado sigue viviendo en él (1 Jn 1,8 y Rom 7,17-20), porque se torna una y otra vez hacia falsos dioses y no ama a Dios con ese amor íntegro que debería profesar a su Creador. Sin embargo, a pesar del pecado, el cristiano ya no está separado de Dios porque renace en el diario retorno al bautismo, y a quien ha renacido por el bautismo y el Espíritu Santo, se le perdona ese pecado. De algún modo, el pecado es un “pecado dominado” y “ya no conduce a la condenación y a la muerte eterna”.

Los católicos mantienen que la gracia impartida por Jesucristo en el bautismo lava de todo aquello que es “propiamente dicho” y que es pasible de condenación (Rom 8,1). Pero de todos modos, en el ser humano queda una propensión (concupiscencia) que proviene del pecado. Ahora bien, una vez que el ser humano se aparta de Dios por voluntad propia, no basta con que vuelva a observar los mandamientos ya que debe recibir perdón y paz en el Sacramento de la Reconciliación mediante la palabra de perdón que le es dado en virtud de la labor reconciliadora de Dios en Cristo.

Ley y evangelio

Juntos confesamos que el ser humano es justificado por la fe en el evangelio “sin las obras de la ley” (Rom 3,28). Asimismo, confesamos que los mandamientos de Dios conservan toda su validez para el justificado y que Cristo, mediante su magisterio y ejemplo, expresó la voluntad de Dios que también es norma de conducta para el justificado.

Los luteranos declaran que para comprender la justificación es preciso hacer una distinción y establecer un orden entre ley y evangelio. En teología, ley significa demanda y acusación. Por ser pecadores, a lo largo de la vida de todos los seres humanos, cristianos incluidos, pesa esta acusación que revela su pecado para que mediante la fe en el evangelio se encomienden sin reseras la misericordia de Dios en Cristo que es la única que los justifica.

Puesto que la ley en cuanto medio de salvación fue cumplida y superada a través del evangelio, los católicos pueden decir que Cristo no es un “legislador” como lo fue Moisés. Cuando los católicos hacen hincapié en que el justo está obligado a observar los mandamientos de Dios, no por ello niegan que mediante Jesucristo, Dios ha prometido misericordiosamente a sus hijos, la gracia de la vida eterna.

Certeza de salvación

Juntos confesamos que el creyente puede confiar en la misericordia y las promesas de Dios. A pesar de su propia flaqueza y de las múltiples amenazas que acechan su fe, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo puede edificar a partir de la promesa efectiva de Dios en la Palabra y el Sacramento y estar seguros de esa gracia.

Los reformadores pusieron un énfasis particular en ello: En medio de la tentación, el creyente no debería mirarse a sí mismo sino contemplar únicamente a Cristo y confiar tan solo en él. Al confiar en la promesa de Dios tiene la certeza de su salvación que nunca tendrá mirándose a sí mismo.

Los católicos pueden compartir la preocupación de los reformadores para arraigar la fe en la realidad objetiva de la promesa de Cristo, prescindiendo de la propia experiencia y confiando solo en la palabra de perdón de Cristo (cf. Mt 16,19 y 18,18). Con el Concilio Vaticano II, los católicos declaran: Tener fe es encomendarse plenamente a Dios que nos libera de la oscuridad del pecado y la muerte y nos despierta a la vida eterna.

Las buenas obras del justificado

Juntos confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor, surgen después de la justificación y son fruto de ella. Cuando el justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue concedida, en términos bíblicos, produce buen fruto.

Según la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia del Espíritu Santo, contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios sea preservada y se ahonde la comunión en Cristo. Cuando los católicos afirman el carácter “meritorio” de las buenas obras entienden que, conforme al testimonio bíblico, se les promete una recompensa en el cielo. Su intención no es cuestionar la índole de esas obras en cuanto don ni mucho menos negar que la justificación siempre es un don inmerecido de la gracia sino poner el énfasis en la responsabilidad del ser humano por sus actos.

Los luteranos también sustentan el concepto de preservar la gracia de crecer en gracia y fe. Declaran que puede haber crecimiento por su incidencia en la vida cristiana. Cuando consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y señales de la justificación y no de los propios “méritos”, también entienden por ello que, conforme con el Nuevo Testamento, la vida eterna es una “recompensa” inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente.

Significado y alcance del consenso logrado

La presente declaración demuestra que entre luteranos y católicos hay consenso respecto a los postulados fundamentales de la doctrina de la justificación. Las diferencias de lenguaje, énfasis y elaboración teológica son aceptables y están abiertas unas a otras y no atentan contra el consenso relativo a los postulados fundamentales.

Entonces, las condenas doctrinales del siglo XVI, por lo menos en lo que atañe a la doctrina de la justificación, pueden verse con nuevos ojos y las condenas recíprocas de antaño no se aplican a ambas confesiones.

El consenso logrado en los postulados fundamentales sobre la doctrina de la justificación debe llegar a influir en la vida y el magisterio de nuestras iglesias. Subsisten cuestiones de mayor o menor importancia que requieren ulterior aclaración, entre ellas, temas tales como: La relación entre la Palabra de Dios y la doctrina de la iglesia, eclesiología, autoridad en la iglesia, ministerio, los sacramentos y la relación entre justificación y ética social. 

Las iglesias luteranas y la Iglesia Católica Romana seguirán bregando juntas por profundizar esta interpretación común de la justificación y hacerla fructificar en la vida y el magisterio de las dos Iglesias.

Esta declaración conjunta, finalmente, es un paso decisivo en el camino para la superación de la división de la Iglesia. Pedimos al Espíritu Santo que nos siga conduciendo hacia esa unidad visible que es voluntad de Cristo.

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