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Son más de 90 establecimientos escolares afectados directamente, 25 en Asunción, 52 en Presidente Hayes y el restante en otros seis departamentos del país.
Muchos de los niños matriculados están virtualmente “perdidos”. No se reportan. “Felizmente son ellos mismos los que buscan rápidamente la escuela”, afirma la ministra de Educación, Marta Lafuente.
El servicio comunitario del ministerio promueve festivales solidarios para relajar la tensión. A su vez, Salud emprende un programa de emergencia “de recuperación psicosocial”.
Combatir inactividad
La misión es combatir la inactividad con juegos “para reducir el miedo, la inseguridad y la incertidumbre”, según Victoria Núñez, del Departamento de Salud Mental del MSP.
Nadie esperaba que el tiempo fuera de casa se prolongara tanto. Para la mayoría de los inundados esta es su primera experiencia.
En Bañado Norte, la profesora Selva Miranda, directora de la escuela Caacupemí, administrada por los jesuitas, mantiene a unos 15 alumnos con sus padres en la segunda planta.
Para llegar hasta el edificio hay que remar media hora desde tierra firme. Está localizada en el barrio San Juan, camino al Mbiguá.
Ella carga una canoa con víveres, una mochila con sus cuadernillos y hace el trayecto con otra auxiliar para llegar al establecimiento.
Ya hubo muertos
Nadie dice pero la “profe” pone en riesgo su integridad física yendo y viniendo, a veces con mucha gente, en un bote tan frágil que puede zozobrar con un movimiento brusco o con una ventisca. La altura del agua es entre dos y tres metros.
De hecho, en el barrio ya se registraron tres decesos a causa de la riada, dos hombres mayores ahogados y un niño –de la escuela de Selva– atropellado por un vehículo sobre la avenida Artigas.
El escolar, de 12 años, cursaba el cuarto grado. Se llamaba Alexis, de una familia de ocho hermanos, todos ellos colaboradores de las precipitadas mudanzas.
Otro de los fallecidos era un anciano que vivía solo. Su cuerpo fue encontrado en el agua al lado de su cama.
La tercera víctima era un jefe de familia, un pescador, Víctor Maldonado. Había regresado a su hogar para averiguar si sus enseres no fueron objeto de pillaje. Bajó de la canoa y caminó con el agua hasta el pecho. De repente desapareció. “Cayó en un pozo abierto por la crecida”, relata la profesora.
Se rompió el dique
–“Todo fue muy rápido. Se rompió el dique que dividía la laguna Pytã de la bahía (de Asunción) y se vino todo abajo. Había casas que se derrumbaban. Parecía agua hervida. La corriente era muy fuerte”, describe.
Fue el último fin de semana de mayo. Todo el mundo corrió para salvar sus bienes en una peregrinación extenuante y desesperada.
Mario, el canoero, recuerda: “Perdí mi ropero de tres cuerpos y dos camas. Llegué y estaba todo bajo agua”.
Llega la comida
Con la profesora Selva, en la escuela semisumergida llega la comida. El menú: poroto con arroz.
Liz, escolar de quinto grado, escucha y frunce el ceño pero con picardía.
La maestra entiende la desaprobación y enseguida la consiente: “Pero mañana va a venir tu menú. Van a tener puré de papas con salsita de pollo”.
–“¡Bieen!”, responde la menor. Los demás aprueban en coro.
–¿Y de postre?.
La encargada del hogar acuático de emergencia, Norma Benítez, revela que se comen frutas de estación. Magalí, de tercer grado, confiesa en tono de confidencialidad: “A mí me gusta la pera. Es mi vicio”.
A la entrada de la escuela está el Centro de Orientación Católica, una construcción de material. Un perro guardía la entrada trepado en uno de sus ventanales, a 30 centímetros del agua. Más opciones no tiene. Al lado, un gato maulla pidiendo ayuda.
¡Chopeto, Chopeto!
Más allá, en un galpón totalmente anegado, montados en un jet ski como salvavidas flotante, sobreviven como pueden dos perros.
–“¡Chopeto, chopeto!”, exclama un alumno. Los canes, mojados y temblorosos, paran la oreja, pidiendo conmiseración. Norma Benítez aclara que los animales de los alrededores son alimentados convenientemente.
“No les traemos a nuestro refugio porque dejan sus olores y desperdicios y hay que limpiar por lo menos dos veces al día. Aquí ya tenemos bastante”, comenta y muestra a los huéspedes que se instalaron sin permiso, en su mayoría gatos.
Selva exclama: “Miren quién está aquí”, al ver a un adolescente que fungía de orientador del trabajo de los niños. “Suerte que te encontré. Te estaba por buscar por todo el campamento”.
El muchacho había desaparecido con las mudanzas de junio.
La profesora comenta con sus compañeras sobre la localización de otros dos escolares extraviados.
“Sabemos que están cerca, en una estancia. Acarrean vacas de la inundación. Queremos rescatarlos para que vuelvan a la escuela”.
¡Fantasmas?
–¿No tienen miedo de noche?
–“Cuando se quedan solos por un rato, ven fantasmas por todas partes. Entonces, se quedan todos juntitos hasta que llegue una persona mayor”, responde Norma.
–Sin luz, rodeados de agua.
–Tenemos lámpara, linterna, pero es difícil cuando no hay luz. Ya pedimos a la ANDE que nos repongan.
Sacó un mandi’i
–¿Cómo pasan el tiempo?
–Las niñas tienen goma para jugar, o se sientan a hablar. Terminan hinchándose.
(Interviene Liz): “También pescamos. Les tiramos una masa, un resto de tortilla o de chorizo. Ponemos espinel. Allá está (apunta con el dedo a una botella de gaseosa). “Esa es la señal”.
–!Ayer uno de los niños sacó un mandi’i”, revela Norma.
Uno de los más pequeños interviene en la conversación: “Yo sé escribir mi nombre” y escribe: “Damaín”.
- Ahí dice “Damaín” (le aclara Norma) y el otro corrige. “Damián”. Todo transcurre en un ambiente distendido. Las visitas les incentivan el ánimo. El resto de los 241 alumnos concurre a la escuela albergue Santa Cruz, en tierra firme.
Navegando hacia Caacupemí se pasa cerca de la capilla “Jesús Misericordioso”, la mitad inundada. Unos metros después se ubicó la competencia: la “Iglesia de la Salvación Misionera”, de orientación no católica.
Zona de buitres
Se observan bandadas de buitres como el karãu y el caracolero en una disputa con los cerdos por la carroña en un islote. En tiempos normales, hay 600 casas plenamente habitadas.
Hoy acechan los hombres carroñeros, ladrones y descuidistas que se amparan en la soledad y el silencio de la noche para hurtar lo que queda de valor. Los únicos testigos de sus tropelías son los perros con su gemido lastimero y el maullido de los gatos a la deriva.
Como buitres desarman y se alzan con enseres, puertas, techos y todo lo que tenga valor de reventa rápida.
De repente, en nuestro trayecto se cruza un niño, de unos 10 años, montado en un colchón espuma, flotando tranquilamente impulsado por un caño plástico (de cañería de agua) a modo de remo.
–“El colchón va a chupar el agua y te vas a hundir, ne mitã’i”, le advierte el canoero.
–“¡Mba’e! Todo el día uso mi canoa propia”, dice y pasa al lado con vista al frente, con ciertos arrebatos de soberbio capitán de barco.