Raudales de la bendición, raudales de la calamidad

Asunción, la ciudad de las siete colinas y más de cincuenta arroyos, ha aprendido a convivir con los raudales a lo largo de su historia. Las riadas que se forman con cualquier aguacero son una bendición porque dejan limpias las mugrientas calles y se llevan toda la basura por delante, pero las correntadas que azotan con los temporales causan destrozos y son una calamidad.

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La geografía asuncena favorece la formación de raudales con cualquier chaparrón.  Benéficos y destructivos a la vez,  los  historiadores han dejado testimonio de la situación.  

En la década de 1920, y remontándose a un panorama de 1786, Fulgencio R. Moreno escribió: “Y fue así como el Cabildo de Asunción pudo comprobar una vez más que las aguas que eran la bendición de la ciudad, así corrieran a sus pies como viniesen de arriba, y constituían entonces (como constituyen hoy) su poderoso elemento de comunicación externa, de limpieza, higiene y salubridad públicas, eran a la vez los agentes más activos de los estragos municipales...”.

Margarita Durán rescata que el P. Amancio González “puso todo de sí para contener los raudales que corrían por el lugar abriendo profundos barrancos”. Lo dice  un escrito del mismo  religioso: “La profunda zanja había interceptado todo el sitio de la calle costándome desde la edad de cincuenta y cinco años cuasi toda mi sustancia en tales reparos continuos y refacciones imponderables. Nada pude remediar sobre tanta profundidad y violencia de raudales hasta que en el año 1798 hice esfuerzo de cerrar con cantería de piedra el insujetable raudal, yo solo, sin auxilio de un pariente, ni un amigo, como lo testifica el presente día y lo que es más, ni el ilustre Cabildo, ni sus Procuradores que pudieron ayudarme en lo justo”.

El Dr. Alejandro Encina Marín escribió que “los raudales surcan nuestra existencia y atraviesan la memoria de nuestros mayores con el caudal torrentoso de su historia, de sus discretos héroes, de sus anécdotas, de sus peligros y accidentes, de sus aventuras y placeres...”.

Describe que desde la céntrica esquina de Nuestra Señora de la Asunción y Humaitá, donde vivía un tiempo, veía correr con fuerza el raudal que arrastraba cajones y tachos de basura: “Hasta recuerdo una oportunidad en la que vi un añejo sillón de mimbre pasar rumbo a la Plaza de Armas”.

También memora que para muchos era un placer sacarse los zapatos, remangarse los pantalones y vadear el torrente que se desplazaba a toda velocidad por las calles.

Si no fuera por los estragos que dejan hoy día, nuestros raudales hasta parecerían nostálgicos o bien románticos.

pgomez@abc.com.py

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