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Pablo Cazal tiene 59 años y ha enterrado a casi 19.000 personas en el Cementerio del Sur de la capital. Tres difuntos por día desde hace 18 años. Sus manos son callosas, tiene la barba crecida y habla muy despacio. “Me dediqué a esto por necesidad”, relató mientras se acomodaba la gorra.
El hombre que se encarga de arrojar arena sobre los ataudes comentó que su oficio de sepulturero es muy importante, pero nadie les da la importancia que merecen.
De hecho, son los que cavan las fosas, los que meten el cajón en los nichos, los que cambian las tumbas olvidadas, los que recogen los crucifijos abandonados. Son los que están cuando el dolor por la muerte de un familiar recorta la vida al máximo, dejando lugar solo para el desconsuelo.
“Muchas veces veo en la calle a las personas que estaban llorando desconsoladamente, pero ellos no se acuerdan de mí”, agregó.
Aunque ha visto mil veces la cara de la muerte, lo que más le afectó fue tener que enterrar a su mamá, papá y hermano. “Fue hace mucho tiempo, en el Cementerio del Este”, fue lo único que dijo sobre el asunto.
El olvido
Se acerca el Día de los Difuntos y Eulalio Ramírez, quien es sepulturero, también en el Cementerio del Sur desde hace 21 años, mencionó que ahora la gente se olvida más rápido de sus difuntos. “Algunos vienen el día del entierro y nunca más aparecen. Otros vuelven y no saben en dónde están enterrados sus familiares”, dijo. Detrás del hombre, la escena recoge nichos abandonados, panteones con vidrios rotos, cajones en mal estado. El olor a muerte, olvido y humedad.
Esta situación se traduce en que ocho de cada diez personas dejaron de pagar hace tiempo por su lote de cementerio.
La creencia popular sostiene que los sepultureros son la variante local de los hombres lobo, pero en la realidad, se trata de sujetos que sobreviven con el salario mínimo, siempre rodeados de personas que lloran.
“Todo el mundo habla de fantasmas y le tiene miedo al cementerio, pero el verdadero peligro está entre los vivos”, refirió Ramírez.
Un fantasma es una estrategia para vencer a la muerte perpetuando los gestos de las personas que partieron: las zapatillas que se arrastran, la puerta del baño que se cierra sola, los cuadros viejos que se caen sin que nadie los toque. “Acá no pasa nada de eso. Algunas veces entraron personas, por el tema de las noches de brujas, pero tenemos buena guardia”, comentó Gustavo Díaz, encargado del cementerio.
Destino final
El encargado del cementerio es de la tesis de que el cajón es el reflejo más elocuente de la condición social de una persona. Los pobres van bajo tierra en cajas que se consiguen desde G. 700.000, los que tienen dinero van en los panteones en cajones que se adquieren desde los G. 2 millones.
Cazal ha depositado cajas que valen cuatro veces más que su salario, pero no le da mucha importancia. “Todos vamos a terminar aquí”, concluye. Por su mente pasa la muerte en el rostro de un angelito, de un hombre joven, de una anciana. Todas las películas con el mismo final: la muerte.
El olvido que seremos
Nuestras tumbas representan el olvido que seremos: pequeños cúmulos de ladrillos y humedad, majestuosos panteones. Jirones murientes de paños que alguna vez fueron blancos. Lápidas hundidas: cruces contra el tiempo.
Gustavo Díaz sostuvo que este lugar es un diagnóstico de lo que sucede en la sociedad. “En todo el año pasado enterramos a unas 732 personas, ahora, ya tenemos esa cantidad y faltan dos meses para terminar. El año pasado enterramos 32 fetos, y ahora, ya tenemos 29. Algo está pasando, hay más muertes”, dijo.
El Cementerio del Sur empezó a funcionar hace 46 años con nueve hectáreas. En el lugar están enterrados 92.000 personas.
Esto es casi cinco veces la población de barrio Obrero, uno de los más poblados de la capital. En el sitio trabajan 22 sepultureros en dos turnos. “Lo único que pedimos es que se vuelva a respetar la muerte y que la gente no olvide tan fácilmente a sus muertos”, concluyeron estos invisibles trabajadores.
jorge.lombardo@abc.com.py
Foto: Raúl González
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