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La Iglesia se congrega alrededor de las 15:00 para realizar la celebración de la pasión del Señor. Es muy significativo contemplar el ambiente de la iglesia en este día: las imágenes tapadas o retiradas, el altar descubierto, la ausencia de adornos y el sagrario vacío. Todo esto nos lleva a vivir un clima de pena, recogimiento y dolor. Es Jesús, nuestro gran amigo, el que está clavado en la cruz y por amor a nosotros entrega su vida en favor a la humanidad.
La celebración del Viernes Santo se inicia en silencio y con la postración del sacerdote, rostro en tierra. El color litúrgico utilizado es el rojo, ya que Jesucristo se ofrece en sacrificio. La pasión de Cristo, según san Juan, es el relato evangélico de esta liturgia. Luego sigue la oración de los fieles, que en esta ocasión consta de un enunciado y una oración realizada por el celebrante principal. Uno de los momentos más fuertes de esta celebración es el rito de la adoración de la cruz, en el que se invita a los fieles a contemplar el árbol de la cruz a través del cual Cristo nos dio la libertad. La liturgia de este día prescribe que todos los participantes puedan pasar a dar el beso a la cruz (el “Tupaitu”), ya sea dentro de la celebración o al final de esta.
Luego, se realiza la comunión, que se hace con las hostias consagradas la noche anterior. Este día, la Iglesia no celebra la misa. Todo culmina con la oración sobre el pueblo, que el que preside hace sin impartir bendición, ya que el pueblo se retira en silencio en espera de la siguiente celebración que completa el triduo pascual. Recordemos que este rito con el del Jueves Santo y el sábado constituye una sola celebración, en la que la bendición final se hará en la solemne vigilia pascual.
Contemplar los sufrimientos de Cristo
El solemne triduo pascual nos introduce en el misterio de la victoria de Cristo; este triunfo que Él comparte con la humanidad, necesariamente, pasa por la experiencia de la cruz. Nuestro seguimiento radical como amigos del Señor implica cargar nuestras cruces cotidianas. A veces son muy duras, muy pesadas; a veces, más llevaderas. Nuestro peregrinar como seguidores de Jesucristo lleva consigo las marcas de la pasión y tiene como presupuesto la cruz, que debe ser llevada, cargada con firmeza y mucha fe.
Solemos oír que no hay Domingo de Resurrección sin pasar por el Viernes Santo, y esto se cumple en nuestra vida en la medida en que nos abrazamos a Jesús. Con Él queremos participar de los padecimientos de toda la humanidad. Sus brazos están abiertos en la cruz para todos. Su corazón traspasado nos mueve a llenar el nuestro de su amor, pero nos lleva a desbordarlo también hacia los demás. El silencio propuesto por la Iglesia en este día nos llama a reflexionar en la pasión del Señor y a unirnos a la pasión de tanta gente que, cotidianamente, es crucificada en el mundo. Ya no se trata de cruces de madera, sino cruces de indiferencia, incomprensión y soledad.
Las cruces de muchos jóvenes carentes de oportunidades en la sociedad también nos deberían conmover en este día santo. Cristo sigue siendo crucificado y pide de nosotros un poco de amor, ayuda y compasión.
En nuestro itinerario hacia el triunfo de la vida somos conducidos a contemplar el sentido redentor del dolor de Cristo. Un dolor que se vuelve a hacer grito en la carne de los más desvalidos; un dolor que clama, como en aquel tiempo, por un Cireneo o una Verónica, capaces de vencer su propio temor, motivados a enfrentar las barreras estructurales con el fin de estar al lado del que sufre y el desprotegido.
Desde la cruz y el dolor, Jesús nos llama a ser el bálsamo sanador frente a todas las heridas en nuestra sociedad.