Historia de la mujer que sobrevivió a la caída de un avión y al “infierno verde”

Hace casi 36 años, cuando era una estudiante de secundaria, la historia de Juliane Koepcke fascinó al mundo: el avión en el que viajaba explotó a más de tres mil metros de altura y ella no solo sobrevivió a la caída; herida y sin comer también logró salir con vida de la selva amazónica gracias a una combinación de sus propios conocimientos, la esperanza y la convicción de que hay que terminar lo que se empieza. De visita en Paraguay, volvió a recordar su proeza para ABC Color.

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“La tragedia sucedió el 24 de diciembre de 1971, hace más de 35 años”, comienza contando Koepcke, limeña de nacimiento, hija de científicos alemanes, sentada en una oficina del colegio Gutenberg. “Yo había terminado el colegio y el 23 de diciembre tuvimos la fiesta de promoción. Yo quería pasar los tres meses de vacaciones con mis padres, que tenían una estación biológica en plena selva virgen. La línea aérea que usábamos normalmente estaba llena y por eso tomamos pasajes de Lansa, que en ese tiempo ya no era confiable; tenía tres aviones y dos ya se habían caído y por eso mi papá le había pedido a mi mamá que no voláramos con Lansa”.

La tragedia no tardaría en desatarse. Koepcke recuerda que el vuelo, con más de 90 pasajeros, salió con retraso y después le comentaron que el avión tenía también problemas técnicos y no era adecuado para volar sobre la jungla. “El vuelo entre Lima y Pucallpa debía durar cincuenta minutos y a los treinta minutos de vuelo se comenzó a nublar el cielo. Fue una tempestad enorme, el cielo se puso completamente negro. Hubiera sido posible regresar a Lima o desviar, pero como era Navidad todos querían llegar junto a sus familias. Seguramente el piloto pensó igual, quiso pasar la tempestad y se metió de frente a la tormenta. Y eso fue lo que no soportó el avión. Volamos un cuarto de hora, pasando por nubes gigantes. El avión se movía horriblemente y todas las cosas se caían de los depósitos. De repente vi una luz bien fuerte en el ala derecha, parece que un relámpago entró en la hélice. El avión perdió el equilibrio y comenzó a caer. Yo estaba sentada en la penúltima fila. El avión se quebró y yo me encontré de un momento a otro fuera. Todo sucedió a tres mil metros de altura”, cuenta.

Recuerda también que el avión caía en forma vertical y las turbinas hacían un ruido tremendo. “Yo me estaba colgando debajo de la fila de asientos y como tenía el cinturón abrochado, me pegué al asiento. No me caí sola, sino con el asiento encima mío como un paracaídas. Mi mamá, que viajaba conmigo desapareció. Me desmayé, y recién muchas horas después me desperté. No sé cómo pasó todo esto, supongo que el asiento dio la vuelta y cuando chocamos contra las copas de los árboles el asiento me ayudó a amortiguar el choque con los árboles y el suelo. Cuando desperté el asiento estaba encima mío y no me había apretado. Tuve pocas heridas: solamente la clavícula derecha se me había roto y tenía algunos cortes profundos en la pierna y uno de los ligamentos de la rodilla se me había roto, pero eso yo no lo sabía. Dicen que es dolorosísimo, pero yo no sentí nada. Todos esos días que yo caminé por la selva no sabía que tenía esa herida”, relata.

LA JUNGLA

La jungla con la que se encontró Juliane tenía las mismas características que la de la estación biológica de sus padres, donde ella había vivido por un año y medio. Eso fue fundamental para su supervivencia, ya que conocía la vegetación y a los animales. Asegura que sabía que no era tan peligroso como cualquiera creería, sobre todo alguien de ciudad. “Yo sabía cómo me tenía que comportar en ese bosque -dice con convicción-. Busqué primero muchas horas a mi mamá o a otras personas; gritaba, llamaba y no había nadie. Cuando el mareo me dejó un poco y pude caminar encontré un manantial, de donde brotaba un poco de agua. Me acordaba de que mi papá me había dicho que si te pierdes en el monte y no puedes salir, porque los árboles son uno igual que otro, entonces tienes que encontrar agua que corre y seguir la corriente, porque los riachuelos desembocan en quebradas (arroyos o riachuelos) más grandes y después de cierto tiempo en ríos y ahí se puede encontrar ayuda. En eso pensé y decidí salir a buscar ayuda. Lo que no sabía es que era una zona totalmente deshabitada. Felizmente no lo sabía porque si no, hubiera perdido el ánimo”.

Entonces llegó la noche y Juliane buscó un barranco para protegerse. Al día siguiente la despertó la lluvia y bebió agua de las hojas. Siguió el rumbo del riachuelo y después de unos días se encontró con un desagradable cuadro: una fila de asientos con muertos que se habían sumergido en el suelo con una fuerza inmensa.

Al tercer día de la caída se le había acabado su único alimento: unos caramelos que encontró donde había caído el avión. Cuenta que a partir de allí no volvió a comer absolutamente nada; ni siquiera encontró frutos silvestres, a excepción de uno, que era venenoso. En los primeros días pudo escuchar también el sonido de avionetas y helicópteros que buscaban sobrevivientes, pero no podía hacer nada, porque la vegetación era cerrada. Una semana después de la caída suspendieron la búsqueda y ella se dijo: - “Ahora tú misma tienes que arreglarte, con tus propias fuerzas”.

“Después de cuatro o cinco días encontré un río más grande. Antes de llegar sabía que iba a encontrar un río más grande, porque había escuchado a un pájaro que solo vive a orillas de un río despejado. Había un montón de lagartos y yo sabía que no son tan peligrosos como se dice. Y cuando yo nadaba en el río veía que se alejaban. Encontré animales salvajes que eran muy mansos, y ahí me di cuenta de que no había habitantes en la zona, porque esos animales son muy perseguidos, se encuentran adentro, en el monte y huyen cuando ven a alguien. Al décimo día no me podía mover, solo nadar en el río”, cuenta.

Ese día se tiró a descansar en la arena y al despertarse vio un bote y pensó que estaba alucinando. Luego encontró un precario refugio donde se guardaba el motor del bote y un tanque con gasolina, que se derramó en la herida agusanada que tenía en la clavícula. “Ahí me quedé y fue la única noche que pude dormir más o menos bien. Me tapé y pasé una noche regular. Al día siguiente quería seguir, pero llovía fuerte y me quedé hasta la tarde. De repente escuché voces humanas, que sonaban como voces de ángeles. Salieron tres hombres del bosque, que eran cazadores y madereros; otra casualidad increíble porque ellos iban ahí cada tres semanas y ese día no iban a ir, pero fueron porque llovía mucho. Primero se asustaron mucho, pensaron que yo era una diosa de agua (un ser mitológico). Les dije que yo era sobreviviente del avión, me dieron de comer, me llevaron en su bote río abajo y más o menos diez horas después estábamos en un puesto de salud donde me inyectaron antibióticos. De ahí me llevaron a una estación misionera, donde la gente se ocupó de mí, me curaron, me dieron fuerza, con mucho amor me curaron. Estuve ahí tres semanas”, afirma.

Hoy recuerda que durante sus días en la jungla, casi once, no sintió el dolor ni las heridas, pero cuando pudo acostarse en una cama la pierna lastimada se le hinchó completamente y la fiebre trepó a los cuarenta grados. Su cuerpo se rindió, porque ya no tenía la responsabilidad de sobrevivir. “En todo ese tiempo no tuve miedo, ni pánico. Tenía un golpe fuerte en la cabeza, pero nunca me dejó la fe, recé bastante y eso me ayudó mucho. Dios me dio la fuerza para no perder el ánimo. Lo único que me dio miedo era la posibilidad de perder el brazo por la herida agusanada, pero nunca pensé que iba a morir ahí. Sabía que iba a salir”, afirma.

Hoy cree que su supervivencia fue un milagro grande. “Creo que Dios me escogió. ¿Por qué solamente yo sobreviví, la única de 92 personas? Fue también gracias a las experiencias que tuve antes: que yo conocía la selva y gracias a la forma en que caí. A que no tuve miedo y a mis fuerzas internas”.

“Mi papá también tenía esa forma de llegar a la meta: demoró un año, en 1949, en llegar, a pie, de Recife (Brasil) a Perú. Esa fuerza de terminar una cosa comenzada la heredé de él”.

“Fueron muchas cosas juntas. Algunas veces llegué a sentir que todo daba igual, pero una voz interna me decía: tienes que avanzar y lo hice”.
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