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“Aún faltaba un cuarto de hora para la hora V, cuando se escuchó un breve tiroteo en el ala izquierda, seguido de un prolongado ‘grito patriótico’, lo cual era indicio de algún acontecimiento favorable. Después, nuevamente un profundo silencio, interrumpido, de vez en cuando, por un extraño cuchicheo en nuestra fila, que no podíamos interpretar, hasta que el cabo Brígido Mongelós, del grupo de mando, exclamó de repente: Bandera blanca, bandera blanca, mi teniente’.
“Automáticamente, todas las miradas apuntaron hacia el sector señalado, en busca del signo de la rendición. La tarea fue fácil, pues para ese instante una cortina de ropas blancas de todos los tamaños se había extendido de punta a punta sobre la trinchera enemiga; camisas y pañuelos blancos, atados en la punta de rústicas varillas, ondulaban pausadamente detrás de los parapetos. Era la rendición incondicional que ofrecían los bravos defensores de Boquerón. Nuestra emoción fue tan grande que por algunos instantes nadie osó mover ni un dedo, como si un poder mágico paralizara nuestras energías y nuestras voluntades. Además –¿por qué no decirlo?– un poco de desconfianza o temor a lo que podría ser una trampa primaba en nuestro ánimo; hasta que un oficial, el más decidido, se animó a gritarles: ‘¡Salgan de sus trincheras, sin armas’”.
En el fortín nadie dio cumplimiento a la orden. Algunos momentos después, el mismo oficial trepando el parapeto de su trinchera se dirigió hacia las trincheras enemigas, ordenando y urgiendo la salida con los brazos en alto de los combatientes bolivianos.
“Uno tras otro, los escuálidos pero heroicos defensores del reducto fueron saliendo por la escalinata hacia un árbol designado como punto de reunión para los mismos.
“Entre tanto, toda la tropa se había abalanzado en incontenible desborde hacia la trinchera doblegada; cualquiera podía creer que este encuentro de vencedores y vencidos, llevado a cabo bajo un clima de alta tensión nerviosa, terminaría en un ensañamiento despiadado y cruel de los primeros sobre los segundos; sin embargo, fue todo lo contrario: cada paraguayo buscaba a un boliviano para confundirse con él en un efusivo abrazo, como si se tratara de un viejo amigo a quien lo encuentra después de mucho tiempo de separación...”.
La rotunda victoria paraguaya se debió más a la consecuencia lógica de un asedio prolongado que a una superioridad militar en el campo de batalla.
Sobre esta primera gran victoria de las fuerzas paraguayas el coronel Bray, comandante del Regimiento de Infantería N° 6 “Boquerón”, formado con los cadetes del Colegio Militar del que entonces era director, escribió: “Boquerón fue una resonante victoria de nuestras armas, lograda a fuerza de heroísmos y sacrificios, pero también una estupenda hazaña de los bolivianos, al resistir veinte días de asedio sin tregua, a pesar de su notoria inferioridad numérica y de la superioridad cuantitativa de nuestro armamento. Reconocer los méritos del adversario importa enaltecer los propios”.
La batalla del fortín Boquerón fue la prueba de fuego a que fueron sometidos los ejércitos del Paraguay y de Bolivia, en los momentos iniciales del sangriento conflicto que protagonizaron entre los años 1932 y 1935, y que es conocido como la Guerra del Chaco.
El epílogo
La recuperación del fortín Boquerón, tomado por las fuerzas bolivianas a fines de julio de 1932 –juntamente con los de Corrales y Toledo–, en represalia por la retoma paraguaya del fortín Carlos Antonio López, a orillas de la laguna Pitiantuta, atacada y capturada por fuerzas bolivianas el 15 de junio anterior, significó el epílogo de un largo proceso de tirantez y tensa convivencia entre las dos naciones involucradas en la disputa por la posesión del Chaco Boreal, y la abierta situación de agresividad bélica entre ellas, pese a los numerosos intentos por evitar un conflicto internacional de parte de países amigos, americanos y europeos.